El tren entra en la estación. Suavemente al principio, con un murmullo que va en aumento hasta convertirse en un incómodo chirrido. Antes de detenerse, el vagón traquetea varias veces, presa de un estertor incontrolado. Aguardo paciente antes de levantarme. La gente se agolpa contra la puerta, deseosa de salir. Me recuerdan aquellos peces. Cuando los saqué de la pecera, boqueaban con la misma mirada vacía, sin comprender.
Veo pasar sombras a través de la ventana. El cristal está sucio y no consigo distinguir sus caras. Tal vez miran hacia mi. tal vez me reconocen. Me inclino una última vez contra la ventana, mientras las sombras siguen desfilando. Huele a tabaco. Y a pelo grasiento aplastado contra el cristal. Por unos momentos me pregunto si esas figuras tienen rostro, o se trata de farsantes.
Creo que una de ellas me ha mirado. He visto sus ojos desesperados y saltones clavados en mí. Me aparto asqueado de la ventana. Sigo con la vista sus movimientos, hasta que se pierde entre la multitud.
Me levanto. El pasillo está libre, soy el último en bajar. El último peldaño me despide con un crujido lastimoso. Un aire caliente y viciado me da la bienvenida. No es mucho mejor que el del vagón. Pero éste huele distinto, hay algo oculto bajo el sofocante olor a metal quemado. Cojo con fiereza mi bolso. Bajo sus pliegues de cuero noto el perfil cruel, intransigente, de mi llave. Me embarga una mezcla de pánico y confianza. La misma extraña sensación que podría obtener acariciando el suave lomo de una serpiente venenosa. A pesar de todo, su tacto me reconforta.
Las sombras siguen desfilando, evitándome como hacen con el mobiliario. La papelera hinchada de óxido, o el banco de madera muerta. La mugre parece rebosar por entre sus tablas, acechando. Me alejo de allí con un picor incómodo en el cuerpo. Creo que empujo a una señora, demasiado pintada como para resultar agradable. Usa un perfume barato, que a pesar de todo no consigue disimular su olor a sudor, penetrante. Su marido trata de imponerse, aunque no le doy tiempo a indignarse. Les dejo atrás rápidamente, pasando entre la gente.
Por algún motivo me aferro al bolso de cuero como si fuera un salvavidas.
Consigo calmarme cuando abandono el andén. Lanzo una mirada atrás, nervioso por un momento. Dos potentes focos me miran fijamente. El tren sisea, mezquino, como un gato a punto de abalanzarse sobre su presa.
En el recibidor de la estación todo está en calma. Hay mucha luz. Las lámparas del techo brillan expectantes. Parece que saben algo, o al menos lo sospechan, con esa extraña sabiduría que sólo las cosas muertas parecen poseer. Miro a mi alrededor con el bolso todavía abrazado a mi pecho. Un par de viejas cabecean en un banco, como en un velatorio. Alguien me está mirando desde la tienda de revistas, pero aparta la vista en cuanto me doy cuenta. Compra un periódico y se marcha a toda prisa, sin mirar atrás. No estoy seguro, pero puede ser la misma silueta que me observaba en el tren.
Miro el enorme reloj. Todavía es pronto. La esfera ha perdido la séptima hora, sólo queda su sombra difuminada, como si acabara de marcharse. A nadie parece importarle demasiado.
Deambulo por las tiendas. El suelo se pega a la suela de mis zapatos. El calor parece estar derritiéndolo. Me fijo en las baldosas. Están plagadas de rodeles negruzcos. Me recuerdan a la mole de carne irreconocible en la que se había convertido padre. Al final su piel se había fundido con la del sillón. Cuando le abandoné tenía las mismas manchas.
Alguien detrás de mí está hablando. No consigo entender lo que dice, pero sí puedo escuchar los murmullos que se ocultan bajo su voz. Mis manos pierden todo el calor por el miedo. Con cautela, me vuelvo despacio. Los ecos profundos se escapan entre sus palabras. Nadie parece oír esos susurros delirantes. Esta vez ha adoptado la forma de un hombre. Sigue hablando aparentando normalidad. Me fuerzo a no seguir mirando. Tarde o temprano descubriría los pliegues allí donde ese falso rostro, esa máscara, esconde su verdadera forma. Me alejo un poco, sin perderlo de vista.
Miro de nuevo la hora, aún tengo tiempo. Respiro un par de veces, notando el peso de la llave. Aguarda inquieta dentro del bolso. Me infunde valor, también le ha reconocido.
Ahora me doy cuenta, debe ser la misma sombra. La que me ha estado observando desde que llegara a la estación. No parece haberme visto, aunque no puedo estar seguro. Sigo vigilando sus movimientos. Los minutos pasan agonizantes. Al fin el hombre se dirige al baño. Ha bajado la guardia. O puede tratarse de una trampa. De cualquier forma, voy tras él.
El baño huele a alquitrán. Y a frutas demasiado maduras, corruptas. El farsante está en la pared del fondo, orinando contra la pared en uno de esos asquerosos meaderos. Con calma, pero sin hacer ruido, entro en uno de los servicios. Cierro despacio la puerta.
He abierto el bolso y ahora sostengo la llave entre mis manos. A pesar de todo, no me tiemblan. Me habla. La llave me dice que ella ya ha llegado. Me está esperando en la cafetería. No puedo llegar tarde.
Salgo del servicio. Abandono el bolso de cuero junto al retrete, arrugado como una piel mudada. El farsante me da la espalda, finge estar lavándose las manos, inclinado sobre el lavabo. Me miro en el espejo unos momentos. Mis ojos muestran determinación.
No tardo en encontrarla, sentada tranquilamente junto a la ventana de la cafetería. Se atusa el pelo distraída, mirando los trenes. Desde allí parecen juguetes. En seguida me reconoce. Y yo la sonrío con toda la dulzura que veo en sus ojos.
-Llegas tarde.
-O tú pronto.
-¿Vamos?
-Si… Espera.
-¿Qué pasa?
-Tengo que ir al baño un momento.
He olvidado mi llave.
THIRD AND TOWNSEND DEPOT TRAIN STATION, SAN FRANCISCO
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