Siempre fui miedosa para viajar, todo lo que tuviera ruedas me producía una especie de fobia hacia lo desconocido. Reconozco que todos estos miedos inconscientes que se acumulan en la mente, en la mayoría de los viajes no se producen y se transforman en muchas ocasiones en sentimientos de placer, pero ahí están guardados en tu cerebro y se vuelven a repetir mucho más de lo que te apetecería.
Cuando jovencita, viajábamos desde San Sebastián a varios pueblos de la provincia de Logroño, era lo que llamábamos cambios de aires. Muchas veces, se hacían por prescripción facultativa, con el fin de cambiar la lluvia persistente y cielos grisáceos de nuestra tierra por los más azules y secos de esta localidad.
Estos viajes los hacía acompañada de mi familia y no puedo negar que al final esos quince días disfrutabas mucho. Con nuestras bicicletas y guitarras al hombro nos dirigíamos al río, donde en su orilla, sentados en la verde yerba, acompañábamos el va y ven de los escasos movimientos de sus aguas con el tañer de las cuerdas de las guitarras.
Luego, llegaron los viajes en avión, resultaba casi una obligación hacer uso de estas gigantescas aves para llegar cuanto antes a estos lugares desconocidos. Siempre los humanos queriendo innovar y con la eterna curiosidad de conocer sitios y paisajes nuevos. Nunca me resultó de agrado un vuelo, pero se puso tan de moda que, aunque sea con la ayuda de una pastillita de valium, osé introducirme en aquellas aeronaves plateadas.
El último viaje a lo desconocido fue un pequeño crucero de 10 días por aguas del Mediterráneo y Adriático. A esta travesía no podía negarme, era la ilusión de mi marido. Siempre le había entusiasmado el ambiente marinero, la pesca en barquitas por las aguas del cantábrico y la seducción de poder adentrarse en las inmensidades marinas. Así que me sometí a esta aventura, con un miedo irracional. Esta vez, era la claustrofobia la que agobiaba mi cerebro, me torturaba la idea de 10 días encerrada en lo que yo imaginaba una cáscara de nuez en medio del gigantesco océano.
Al final, las fobias casi nunca se comportan como tales y la claustrofóbica desapareció al instante, al encontrarme en aquél inmenso barco, con sus elegantes restaurantes, piscinas, salas de teatro,etc.,con su amplio camarote y una inmensa terraza para contemplar desde allí la grandiosidad del mar. Pero de todas las ciudades que visité en sus 10 escalas, apenas conservo el recuerdo de las numerosas iglesias, calles que pateé y restaurantes que visité. Solamente perdura en mi interior la alegría inmensa que sentí al llegar a puerto y poder exclamar desde lo más profundo de mi ser las palabras ¡Por fin tierra!.
Así que ahora, me traslado los veranos a un pueblecito de la Sierra Madrileña. Allí todo es conocido, demasiado algunas veces, no hay aventuras ni cosas nuevas que descubrir, me espera mi manzano con sus hojas verdes y sus pequeños frutos, los capullos de los rosales que pronto se abrirán para dar paso a unas bellas rosas. Contemplaré el árbol de las adelfas y a través del mismo atisbaré los picos de las montañas con sus puestas de sol, cuando la luna vaya haciendo su aparición.
Los pájaros me acompañarán con sus trinos y las mariposas haciendo mil piruetas, volarán a mi alrededor.
Allí me esperan mis amigas de siempre. En la piscina hacemos nuestro lugar de encuentro, nos contamos los acontecimientos del invierno e intentamos impregnar en nuestros organismos la sabia necesaria para nuestro vivir cotidiano. Porque al final, pocos hemos roto la tela de araña que decía Guillermo Samsa, unas veces por falta de valor, otras por poco entusiasmo, nos vamos conformando a ser y vivir lo que la mayoría. ¡Que no es poco!.
A veces desde nuestra cama pensaremos en nuestro viaje final, ese que todos haremos, con nuestras fobias y pensamientos.
No creo vayamos en bicicleta, avión o vaporetto, puede que montados en nuestra estrella del firmamento, la que vimos brillar durante la noche al acostarnos.
FIN
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