Con ilusión y alegría me preparo para mi próximo destino pensando que esta vez sí será quedarme; en el nuevo lugar podré establecerme y finalmente construiré la vida que tanto anhelo desde hace tiempo. Sí, ha llegado la hora de dejar de ir de país en país, es hora de echar raíces.
Como si el tiempo apresurara su paso a propósito, el día del viaje ha llegado. Una vez en el avión comienzo a imaginar el barrio, los vecinos, a la compañera de casa, los dos idiomas que debo aprender, en fin, me invaden muchas ideas al mismo tiempo.
En la nueva casa, para mi sorpresa, la electricidad se había cortado. No es frecuente pero ocurre de vez en cuando dice mi nueva compañera. Siento urgencia de quitarme la ropa, hace un calor insoportable. Solo el cansancio de más de 16 horas de viaje permite que duerma.
Al día siguiente despierto a media mañana y mi primera necesidad es un mapa. En eso me entretengo casi una hora admirada del montón de islas que tiene este país y, como suele ocurrirme, ya estoy tomando otra decisión sin pensármelo dos veces: Viajar a los extremos norte y sur algún día, es decir a las islas más alejadas una de la otra.
Unos meses después ya me siento parte de este pueblo. La gente es muy amable, cualquier cosa que pregunto en la calle lo obtengo con mucha facilidad; me cuesta creer que sea amabilidad verdadera, a ratos me da por pensar que es cinismo disfrazado para extranjeros. ‘Americana’ es el título oficial que me han puesto y yo acepto a regañadientes ya que… sí, finalmente soy americana ¡Pero del Sur! Quisiera aclarar.
La idea de los viajes a los dos extremos no me abandona y aprovecho un descuento que ofrece una línea aérea para el próximo feriado, compro el billete sin pensarlo dos veces. Cuando anuncio el viaje mis nuevos amigos lanzan un grito al cielo, todos dicen que es muy peligroso, que podría sufrir un secuestro, que aún existen grupos terroristas en esa región, en fin…
A partir de aquel día percibo que la gente ya no me saluda de la misma manera que antes, los pocos amigos comienzan a esparcir rumores sobre mí, rumores que alcanzo a oír aunque ellos piensan que no me entero de nada. Por su parte los vecinos, especialmente los jovencitos, se reúnen en grupos por la noche y, entre risas y burlas, se dedican a hacer comentarios nada agradables sobre mí. Las palabras que usan para dirigirse hacia mí son cada vez más groseras. Por casualidad, más bien dicho por demasiada casualidad, encuentro a la gente que conozco en la calle y me insultan para luego esconderse. La gente oye y se me queda mirando. No logro entender lo que ocurre. ¿Por qué antes me trataban tan cordialmente y ahora se dedican a burlarse de mí? ¿Por qué este pueblo tan hospitalario ahora quiere echarme de su país? ¿Qué fue lo que hice? ¿Tan grave es querer viajar a esa isla? Decido no hacer caso y pensar que el asunto no es conmigo y que a lo mejor es un conflicto entre los ‘americanos’ y este pueblo.
El feriado ha llegado, para mí significa un escape a la situación que sufro hace meses. Sin embargo, los insultos y burlas me persiguen durante todo el viaje. Oigo palabras que me provocan vomitar pero no me atrevo a moverme de mi asiento. En cambio al llegar al hotel que había reservado todo parece muy tranquilo, la gente me recibe muy amablemente y por fin siento paz. Descanso un poco y comienzo a planear mi estadía, a revisar las posibilidades, me ofrecen un guía local. Una vez en el pueblo la pesadilla vuelve otra vez, siento miedo, recuerdo las advertencias de secuestro. Vuelvo al hotel rápidamente y me encierro en mi habitación. Un grupo de huéspedes se reúne en el hotel para dirigirme toda clase de insultos; no me atrevo a salir, tengo miedo, vergüenza, lloro por horas. Odio este país, odio esta isla, me arrepiento mil veces de haber venido aquí.
Los camareros me despiertan al día siguiente sonriendo cortésmente. Me cuesta pensar con claridad. ¿Todo esto fue un sueño? El guía me ofrece ir a un lugar sagrado para los musulmanes. Pregunto si está bien que yo, que soy católica, vaya. Me dice que no hay problema y salimos. Recupero la paz nuevamente y disfruto de un paisaje maravilloso, descubro un pequeño templo musulmán. Todo es hermoso hasta que decidimos volver al hotel.
Todo comienza de nuevo, la gente me sigue en su moto, me insultan cuando pasan por mi lado. Sigo sin entender nada. De repente me llega un mensaje al celular: ¿Todo bien? Me pregunta el amigo que me animó a venir a esta isla. Le respondo que está siendo el peor viaje de mi vida. Jamás me había sentido tan ultrajada, discriminada y violentada. Lo único que deseo es volver a mi país.
Una vez de regreso en la capital la situación empeora, los vecinos vociferan insultos toda la noche. No aguanto más. Cojo una mochila, meto un par de prendas y salgo huyendo. Me persiguen en moto hasta la oficina. Me encierro y llamo a mis compañeros, les cuento lo que ocurrió en la isla, decido omitir lo que venía viviendo desde hace meses. Me ofrecen pasar unos días en otra ciudad. Ahí, un amigo me sugiere que vea un médico, dice que no estoy bien, que es demasiado estrés. Entre dudas y desespero acepto. La doctora me hace preguntas que me cuesta responder, esta vez no omito nada.
Al salir de consultorio tomo conciencia de que el viaje a las Islas Filipinas, y en especial a Tawi-Tawi, no fue el peor de mi vida sino el comienzo del más importante: Un viaje hacia mi interior, un viaje largo, doloroso y que todavía transito haciendo frente a la esquizofrenia.
Aeropuerto de Tawi-Tawi, noviembre 2012
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