El silbo que cambió mi vida.

El silbo que cambió mi vida.

Ya sé que Hautacuperche Whistle no es un nombre común en Australia, y mucho menos entre los depredadores sin escrúpulos del distrito financiero de Sidney.

La historia de mis orígenes estaba incompleta. Pero eso no me preocupaba, puesto que mis aspiraciones, centradas en obtener los máximos beneficios en el menor tiempo posible, eran para mí más importantes que el conocimiento de mi pasado.

Las únicas huellas que conservaba de mis padres partían de Hupalupa Chinea, un filólogo procedente de La Gomera. De ese lugar sólo sabía que sus habitantes vencían las dificultades orográficas mediante un lenguaje silbado único, y que Hupalupa era mi padre. Él fue a Australia en 1978, buscando datos para finalizar su investigación sobre formas alternativas de comunicación humana. Estaba seguro de encontrarlos en el estudio de la relación entre los aborígenes y su entorno. Mi madre, Rachel Whistle, fue la antropóloga encargada de adentrarle en ese mundo. Pero su relación de trabajo llegó más allá de la curiosidad científica.

Mi hermana Iballa nació nueve meses después de ese primer encuentro. Ella tenía un año, y yo apenas era un feto de cinco meses, cuando mi padre debió regresar a La Gomera para culminar los trámites de divorcio de su primera mujer. Mi madre se sumió en la desesperación al enterarse de que su avión desapareció sin rastro en el Pacífico. Ella murió al dar a luz.

Los negocios me iban de maravilla. Pero mi mundo se hizo pedazos el día que un cáncer de piel terminó con la vida de mi hermana, tal era el cariño que le tenía.

Mientras caminaba por las masificadas calles de su área residencial, en Melbourne, después de su funeral, el sonido de una cacatúa distrajo mi atención. No sé si fue producto de mi desazón, pero el silbido del pájaro me hizo recordar a mis padres. Y allí mismo decidí desaparecer una temporada de mi mundo, para tratar de encontrar respuestas en La Gomera.

Mi destino estaba a treinta y cinco horas de agotadoras escalas aéreas, más dos de barco. En el puerto de la Villa me esperaba un guía local alzando un cartel con el nombre de mi agencia de viajes, mientras silbaba a los turistas recién llegados.

– ¿Unihepe? ¡Pero si es el tonto del pueblo! ¿Cómo pudo haberle engañado?- Me dijo el cabo de la Guardia Civil al registrar la denuncia del robo de todas mis pertenencias por el falso guía.

Y así fue como, nada más llegar, el mayor depredador australiano fue engañado por el más tonto del pueblo de La Gomera. Lejos de sentirme molesto, me avergoncé de mí mismo por toda aquella gente a la que había tratado de igual manera.

A pesar de mi primera mala experiencia. Durante los siguientes días de estancia, tuve la oportunidad de conocer y disfrutar de la hospitalidad de los gomeros.

– No es habitual que recibamos en la isla a un Hautacuperche que hable español con acento inglés – Solían repetirme. Lo cierto es que lo aprendí comerciando con los magnates de sudamérica.

Todos me hablaban de la paz existente en el bosque de Garajonay, y subí para comprobarlo.

Aquel lugar me pareció mágico, tenía la impresión de estar caminando por el pasado, cuando escuché un intercambio de silbidos que alteraron mi tranquilidad. La curiosidad me llevó hasta uno de los interlocutores, sentado muy cerca de mí.

– ¡Buenas tardes caballero!- Me saludó tras cortar el diálogo silbado con su interlocutor – ¿Qué le trae por aquí? Espero que no sea usted uno de esos egoístas que viene a hacer negocios con nuestro tesoro natural- Continuó diciéndome con actitud era desafiante, mientras su mirada, dotada un brillo muy familiar, se dirigía hacia mi americana.

– ¡Muy buenas! No, estoy aquí de vacaciones.

– Pues ya somos dos disfrutando de unas vacaciones.

– Si usted es de aquí, ¿por qué me dice que está de vacaciones?

– Vivo así todo el año. Tengo la suerte de ganarme la vida instruyendo a los jóvenes gomeros en el aprendizaje de nuestro silbo milenario.

– ¡Entonces trabaja!

– Depende de lo que considere trabajo. Yo disfruto de mi vocación sin pedir dinero a cambio, porque ese absurdo elemento es prescindible en esta isla. La tierra y el mar aportan lo necesario. El resto lo importamos a cambio de nuestros demandados productos. Si lo tenemos todo, incluido mucho tiempo libre, ¿para qué salir a ese mundo lleno de valores humanos en crisis?

– ¿Cómo puede decir eso sin haber abandonado su isla?

– Sí que lo he hecho. He tenido la suerte de visitar numerosas ciudades para dar a conocer el silbo gomero, y en todas observo lo mismo. Una sociedad obsesionada por lograr beneficios económicos mientras deja de vivir. Yo no necesito llevar una americana de ochocientos euros para ser feliz. Considero más útil conservar y difundir la tradición por la que se dejó la vida mi padre, Hupalupa Chinea, fallecido en un accidente de aviación cuando yo tenía diez años.

Esa mirada tan familiar era la de mi hermano Hautacuperche Chinea. Mi padre tuvo un hijo con su primera mujer, y estaba ante él. Aquella tarde, hace quince años, me convencí de la necesidad de dejar de trabajar y empezar a vivir. Doné toda mi fortuna a fundaciones educativas de países subdesarrollados y aprendí a entender las virtudes de la naturaleza.

En la actualidad, Hautacuperche y yo dirigimos el centro de estudios especializados Hupalupa Chinea. Un lugar de peregrinaje para filólogos y curiosos, llegados de todo el mundo para conocer el silbo gomero. Ahora sé que Hautacuperche significa “el que trae la buena suerte” en la lengua de los aborígenes gomeros. La misma fortuna que encontré en este minúsculo paraíso atlántico, donde seguimos silbando, pese al frenético avance de la homogénea cultura global que nos rodea.

Larga vida al silbo gomero!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS