Cómo dormir en una cama dura gozando de sueños incoherentes

Cómo dormir en una cama dura gozando de sueños incoherentes

Sara Frau

07/09/2016

La aldea no estaba a cinco kilómetros, como me habían dicho en el polvoriento mercado de Mansalay, sino a quince quizás. Me daba cuenta a costa de mi trasero, que saltaba en el asiento posterior de un mototaxi destartalado. Me agarraba al conductor para no caer arrastrada por el peso de mi mochila, cargada de siete meses de aventuras. El camino de tierra se abría paso en la jungla filipina, y tras una interminable subida llegamos a un punto tan alto desde el que se podía vislumbrar, a través de la vegetación, el valle hasta el mar de la costa oriental de la isla de Mindoro.

Me sentía exhausta y no tenía idea de donde podría dormir. ¿Por qué puñetas estaba yendo allí?

Me conozco. Después de varios meses viajando a mi manera por Asia, siempre llego al punto en que el cansancio junto a la constante visión de la pobreza, injusticia, machismo, a veces violencia, me hacen deslizar hacia la misantropía. De repente pierdo la capacidad de dejarme fascinar por las mil y una maneras inventadas en este mundo para vivir sonriendo a pesar de las miserias humanas. Así que se empodera de mi una creciente molestia hacia las personas, culpables de la inexorable repetición de un previsible guión. Empiezo hasta a estar molesta por el concepto mismo de viajar, como acto de inútil voyerismo.

Entendí que habíamos llegado a Panaytayan cuando al lado de la carretera aparecieron casitas en bambú. Los hombres tenían su pelo largo recogido en un típico moño, mientras las mujeres llevaban faldas de rallas con matices del índico. Sólo el día anterior, por casualidad, había leído de los Mangyan, una etnia autóctona filipina, superviviente de distintas colonizaciones, que seguía sus propias tradiciones. Fabricaban cestas, tejían y coloreaban los tejidos con un pigmento obtenido de un árbol local.

Imposible aguantar la curiosidad.

En la plaza donde paramos, unos niños descalzos jugaban a baloncesto bajo la mirada aburrida de una mujer. Los ojos del conductor me interrogaron sobre que había venido a hacer.
Mientras intentaba decir, por gestos y con poco éxito, que podía dormir donde fuera, ya que llevaba saco, colchoneta y mosquitera, me preguntaba si estaba teniendo el triste papel de la egocéntrica turista occidental deseosa de degustar superficialmente la vida exótica.

Un sutil sentido de culpabilidad y la impaciencia por no poder comunicarme estaban ya apoderandose de mi, cuando una mujer que se había acercado exclamó ¨Antón¨, y se fue.

Volvió con un hombre muy viejo y muy alto, de ojos azules. Su piel arrugadísima era sorprendentemente blanca.
¨¿Has venido sola? No sabría donde acomodarte¨. Pronunciación inglesa impecable. ¨En mi casa hay una cabañita libre, si te adaptas. ¿Cuántos días te quedarás?¨. La hospitalidad filipina no dejará nunca de sorprenderme, pensé con alegría.

En el camino hacia su casa, mientras le contaba cómo y por qué me encontraba allí, noté que ese hombre alternaba momentos de completa lucidez a otros en que su mente vivaz se ofuscaba, quizás por un principio de Alzheimer. Esto, y la falta de dientes, a menudo volvía complicado descifrar sus discursos.

¨Me llamó Antón, soy holandés. Vivo aquí desde hace cuarenta años¨.
La gente le saludaba con autentico respeto. Y él les hablaba en el idioma mangyan con fluidez.
¨Llegué como misionero. Era un cura católico¨.
En la puerta nos acogió una mujer mangyan con una sonrisa alegre y mirada sabia.
¨Te presento Yam-ay, mi esposa¨.
Antes que pudiese expresar cualquier duda, Antón me llevó a mi cabaña y, citándome en dos horas para cenar, desapareció anunciando que iba a buscarme un guía para la jungla.

No podía parar de preguntarme quien era realmente ese hombre, mientras exploraba las callejuelas, y de vez en cuando un niño se acercaba curioso de mi presencia extranjera. ¿Un prevaricador occidental que se había aprovechado de su situación? O la demostración en vida que cualquier orden preestablecido puede derrumbarse por la fuerza del deseo?

¨Antón a veces se olvida de cosas¨ rió Yam-ay con dificultades en su inglés, mientras servía la cena. Su marido se equivocaba a menudo con mi nombre.

¨Ya tiene ochenta y cinco años¨.

¨Y tú cuantos años tienes?¨ me atreví.
¨Cincuenta y siete¨ dijo tranquila.

Difícil resistir a la tentación de hacer unos cálculos maliciosos. Cuando él llegó, pensé, tenía cuarenta y cinco años, mientras ella era una joven indígena de tan solo diecisiete. Me sentía oscilar entre indignación, imaginaciones románticas fuera de moda, y turbias fantasías de novela erótica años treinta. Allí iba ante mi, una vez más, el espectáculo de la miseria humana.

Sin embargo mientras mi mente componía una disertación, esos dos se hablaban con cariño y se miraban con complicidad, jugueteando y picandose divertidos como dos recién enamorados.

¨¿Pero Usted es un cura o no?!¨¨ pregunté, confundida.
¨Llegué a Panaytayan hace cuarenta años de misionero. Ya hacía unos diez añitos que trabajaba en las Filipinas, pero no en Mindoro¨ contestó, ahora muy lúcido, llevando el tenedor a la boca.
¨Y en seguida nos enamoramos¨ añadió Yam-ay vivaz.
¨Pues dejé la Iglesia, me quedé en la jungla, me casé y he tenido cinco hijos. Y aquí estoy todavía¨ acabó Antòn como si le pareciese obvio.

Observarlos daba alegría y llenaba el alma de dulzura.. Una sonrisa tierna se abrió paso en mi rostro severo. Hablamos de sus nietos, de la vida en la aldea, y de cómo relanzar el comercio del pigmento índico natural.

Aquella noche dormí en una cama dura gozando de maravillosos sueños llenos de incoherencias.

Cuando, dos días después, subí al mismo destartalado mototaxi para bajar a Mansalay, el viejo Antòn me dio un último abrazo, y despidiéndose volvió a equivocar con mi nombre.

Me encantaría poder contar todo esto, pensé, sin que nadie me pregunte mi opinión. Por qué no tengo una.
Que mi mente vuelva a nadar en el mar bravo de las contradicciones insolubles. La enseñanza más profunda del viajar es sobre la insensatez de todo juicio.

Y mi trasero incómodo volvió a saltar en el sillón por cada uno de los baches de la carretera.

(PANAYTAYAN, ISLA DE MINDORO, FILIPINAS)

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