Vuelve otra vez y tómame,

amada sensación, retorna y tómame –
K. C. Kavafis

– ¿Qué hora es?
– No deben ser más de las siete de la mañana. Aún no ha amanecido. Tan solo es el clarear del día.
Habíamos pasado toda la noche de bar en bar, entre tugurio y tugurio. No me molestaba, lo importante era vivir estos instantes.

– Me apetece un baño, estoy sudoroso.
– Ve tú.

Prefería estar sentado, todo me daba vueltas, como si hubiera aterrizado desde una nave espacial. La playa estaba desierta tan temprano. Sin el ruido de la gente, el arrullo del mar calmaba los excesos. Luis se quitó lo que le quedaba de ropa. La amontonó junto a la orilla. No se lo pensó dos veces. Daba igual. Éramos casi hermanos desde hace años.

– ¡Vente! Aún está algo tibia.

Esa tarde veníamos desde Granada, bordeando toda la costa. Me gusta conducir. Aprendí tarde (treinta y tantos) y disfruto cada momento que paso con Luis. Él es lo que me gustaría ser: extrovertido, simpático…

Durante el camino, me puso al día de su vida. Hacía varios años que no nos veíamos. Yo encontré un trabajo en Valencia, nada especial. Luis se quedó en Málaga. A veces nos llamábamos, lo habitual: cumpleaños, fiestas… por seguir el contacto de nuestra amistad, a pesar de la distancia.
Una mañana de enero, sonó el teléfono. Luis me pidió que lo recogiera en Granada capital. Estaba hospedado en un hostal y quería regresar a nuestra ciudad natal. Se había quedado sin dinero para la vuelta. No sabía a quién acudir.

Cogí el coche con cierto pellizco en las entrañas.

El mar apenas se mueve. El sol está con un fino velo de bruma. La bahía tiene un color gris silente. El tiempo, parece congelado.

Ayer, a la altura de la Herradura, la conversación empezó a ponerse cada vez más seria, más sincera de lo que podría esperarse de Luis. No estaba triste, su voz seguía resonando como una campana de bronce. -¡Esta noche nos vamos a comer el mundo!

Cada kilómetro que nos acercaba a Málaga, sabía que eran los últimos que haríamos juntos. Me lo decía el corazón, no sus palabras. Mejor así. La vida no tiene sentido si no la vives hasta el último segundo.

A última hora llegamos a Málaga, para ver la puesta del sol en el puerto, por el muelle 1. A pesar del frío de enero, se podía pasear. La Navidad había quedado días atrás como una pesadilla consumista de la que se sale con altas dosis de realidad. Luis y yo pudimos caminar casi sin turistas. Los bares vacíos, con los camareros en las puertas a la caza y captura de clientes, nos sonreían.

– Esta noche va a ser especial, quiero despedirme con una buena traca.

– ¿Cómo despedirte?

– Llevo un mes sin pasar por la quimio. No me quedan muchos más días. Quizás sea mañana, o dentro de unas horas, eso da igual. Hoy nos vamos a divertir como nunca.

– No me habías dicho que tenías cáncer.

– Los últimos tiempos, han sido difíciles y todos me abandonaron. No quiero irme solo.

En ese momento, a lo lejos, la campana de la Catedral daba las ocho de la tarde. El puerto parecía más desierto y el mundo más injusto.
Cenamos en una plaza, con tranquilidad. Siguieron unas cuantas cervezas para entonarnos. La noche sin luna nos llevó por callejones y tugurios. Un cigarrillo, una copa y esa «puta música indiferente». Luis estaba ebrio como una cuba.

– ¿Dónde quieres rematar la noche? – Le dije con una sonrisa.
– Junto al mar.

En la playa quedaron sus ropas raídas. Luis se zambullía como un adolescente. No hacía falta más palabras. También me desnudé y lo acompañé. ¡Qué demonios!

Nada importa cuando se ha perdido todo signo de esperanza.
Así de cruel es la vida, así de sincera es la muerte.

DESEMBOCADURA DEL RÍO GUADALHORCE, MÁLAGA.

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