Desbocados pensamientos hacen cola en esta larga y oscura noche sin dejarle concentrarse en otra cosa que no sea su desorden patológico. Un centrifugado de ideas pesadas como una masa de ropa mojada dando vueltas y vueltas en su insomne cabeza. La enfermedad no saldrá de su cuerpo como un demonio exorcizado y siente como su mal se extiende en una metástasis sin amanecer.

Los primeros rayos del impuntual sol le alivian de la impaciencia pero no del dolor. Se levanta de la cama y vuelve la cabeza, como para despedirse de ella, sabe que nunca volverá a meterse entre esas sábanas. No se molesta en deshacerlas.

Su gran mochila espera inerte apoyada en la pared de la entrada. Lo tiene todo preparado. Traga sus medicinas con una café que se le ha enfriado mientras se ducha. No tiene hambre, piensa en como le está cambiando el cuerpo, antes no perdonaba un buen desayuno.

Cierra la puerta del apartamento dando despacio dos vueltas de llave. Una ceremonia que él convierte en eterna y trascendental. Con ello da dos vueltas simbólicas, echa la cerradura a una hermosa vida. Apoya solemne la cabeza en la puerta, esa que ya no abrirá jamás. Está listo para partir, los papeles en regla, cada cosa en su lugar y todos los momentos pasados, aparcados en una esquina del recuerdo. Comienza su último viaje.

En el metro camino del aeropuerto piensa de nuevo en las alternativas que tiene y en porqué ha decidido escoger esta. Son dos y ambas tienen irremediablemente el mismo final. La primera más corta en distancia pero más larga en tiempo, en horas, en días que nunca terminan. Un triste viaje que lleva a un hospital y te arrastra por el cauce de un río manso siguiendo una corriente de falsa calma. Intenso tratamiento que te deja elcuerpo como liofilizado y desnuda la carne hasta los huesos.

Ha escogido la otra, la que empieza en un avión, la que te aleja de todo lo que conoces, la que no alarga los meses pero no te arranca jirones de pelo. Una ruta que te lleva a otro mundo, a otra vida, a otra muerte, un viaje más rápido en su desenlace pero que sucede mucho más lejos .

Las horas en el avión se hacen cortas, necesita algunas más para leer todas las guías que lleva. Se siente bien, tranquilo y sin apenas dolor. Charla con su vecina de asiento que también viaja sola. Los dos igual de excitados, atrapados por la típica emoción del viaje que ha comenzado.

Aterriza temprano en Bangkok, amanece y se despide de su compañera de fila. Ella se queda ahí, el sólo hace una breve escala. Quiere ir más lejos aún. Otro vuelo , este apenas de una hora y aterriza por fin en su destino. Luang Prabang al norte de Laos.

En la aduana el paripé de un visado, unos dólares para contribuir a la causa de la República Democrática Popular de Lao, normalmente un eufemismo para maquillar un socialismo al estilo asiático con infraestructuras primitivas. La agricultura y últimamente el turismo en auge sostiene aun país sin carreteras ni trenes. Bien informado saluda al policía que le sella el pasaporte y se dirige a coger un taxi-moto que le llevará a la zona más colonial de la pequeña ciudad.

Ve por primera vez el río Mekong. Las orillas plagadas de embarcaciones larguiruchas y finos marineros de anchos sombreros de paja. Se emociona mirando las turbias aguas marrones de un rio al que ha oído nombrar tantas veces en novelas y películas. Ahí está él ahora, a orillas del río Mekong, la gran serpiente del sudeste asiático. Cruza veloz los ajedrezados campos de arroz y pronto descubre la pequeña ciudad llena de coquetas mansiones de estilo francés. Hoy casi todas reconvertidas en pequeños
hoteles. En una de ellas, la más barata. tiene su habitación. Ha pagado un mes completo y luego ya verá.

Apenas deshace la mochila y después de arreglar todos los trámites bananeros para registrarse en el hotel, sale a pasear por las pequeñas calles de la ciudad, necesita respirar el aire del otro lado del mundo.

Pasan los días, poco apoco descubre los tranquilos paisajes de una de las ciudades más amables del mundo. En los primeros días hace todo lo que se debe hacer en Luang Prabang. Visita todos los templos que debe visitar, pasea por los jardines del Palacio Real, entabla conversaciones con los monjes budistas, navega por el Mekong y el Khan y se sienta cada noche a cenar en alguna terraza a orillas de ambos ríos. Después del postre y beberse todo el vino, se acerca al mercado nocturno y se toma la última cerveza antes de irse a dormir.

Los días se enredan plácidos y como un rosario budista, los meses van pasando como cuentas entre sus dedos. El dolor ha vuelto.

Todas aquellas pastillas parecen no hacerle efecto, acude a curanderos locales. Prueba infusiones y hierbas. Lo hace más por diversión que por convicción. Se mueve cada vez menos y dedica la mayor parte del día a leer tumbado en una hamaca entre las orillas de los dos ríos. Ahora mira el grandioso Mekong y se despide con un gesto liviano, sabe que él está a punto de desembocar en el mar. Cierra los ojos y piensa en su vida. El viaje está a punto de terminar, ya no quedan más guías que leer. No se puede ser más feliz en la tristeza. Está tranquilo y en paz.

El libro cae al suelo de entre sus manos. Se ha quedado abierto por el principio del último capítulo. Es la Odisea. Canto XXIV. El Pacto. Odiseo abandona la lucha por fin y acepta el pacto que le propone la hija de Zeus.

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