La vio nada más sentarse. Ocupaba un asiento dos filas por delante y haciéndole frente. Su reflejo en la ventanilla, aunque difuminaba sus
rasgos, no dejaba duda alguna: era una mujer muy atractiva. Una media melena
oscura y brillante, una nariz muy ligeramente aguileña, de punta fina, que
confería una gran personalidad a su rostro, unos labios carnosos vírgenes de
cualquier tipo de silicona, bótox, colágeno o artificio alguno, una barbilla
que revelaba una gran fuerza de carácter… no podía ver el color de sus ojos, el
reflejo no lo permitía, pero eran grandes y rasgados. En ese preciso instante
los tenía entrecerrados, o más bien su mirada se dirigía hacia sus manos, donde
un libro abierto concentraba toda su atención.
Sixto se acomodó en su asiento, extrajo del portafolio la novela que había llevado para el viaje e intentó leer el prólogo. Un desconocido trataba de desmenuzar la historia contada, otorgándole unos sofisticados significados que probablemente el autor no había siquiera vislumbrado cuando pergeñó su relato sobre una familia desmembrada por la guerra civil, según adelantaba la sinopsis.
No pudo evitar levantar la vista hacia el cristal: ella estaba mirando en su dirección, es decir que a través de su propia ventanilla contemplaba el paisaje, en ese momento consistente en grandes extensiones de olivos, ya que atravesaban la provincia de Córdoba.
Quiso aprovechar para siquiera intuir el color de sus ojos, pero ella enseguida volvió a su lectura y Sixto tuvo que conformarse con la imagen de un rostro inclinado, cual madona de Rafael embelesada en el niño de su regazo.
Retomó el libro e intentó adentrarse en las tribulaciones de aquella familia, que como muchas otras había visto su vida arrasada por el criminal levantamiento, dispersados sus miembros, enemistados por sus distintas posturas aun perteneciendo al mismo bando: unos pensando en la estricta supervivencia, otros heroicamente empeñados en resistir y defender el legítimo gobierno de la República…. su mente súbitamente desconectó de lo que descifraban sus ojos, alzó de nuevo la vista y ahora tuvo la sensación de que ella dirigía su mirada no hacia el exterior del tren, sino a su propio reflejo… sí, en efecto, se acomodó unos mechones de su sedosa melena (sintió deseos de acariciar el lustroso cabello, de percibir en su palma ese tacto suave…)
Entonces Sixto creyó captar una ojeada hacia el reflejo de él en la ventanilla, pero no podía asegurarlo, la falta de nitidez dificultaba determinar la dirección exacta de su mirada… aun así, Sixto sintió un pequeño estremecimiento, como pillado en flagrante delito de indiscreción… pero fue incapaz de apartar la vista, siguió esforzándose por escudriñar la expresión de sus ojos, magnetizado por el toque de misterio en que los caprichosos reflejos en el vidrio envolvían aquel rostro, distante sólo dos pasos de donde él se encontraba, pero que visto a través del cristal parecía proceder de un mundo distinto, de alguna tierra de criaturas etéreas y casi delicuescentes, un mundo de agua y cristal y seres no totalmente carnales, en que las sombras y los brillos eran intercambiables e
incesantemente se convertían en su contrario.
Con gran esfuerzo Sixto retornó a la primera página de su libro y leyó otras dos frases, pero era inútil: al llegar al punto y seguido, había olvidado por completo lo que acababa de leer. Sus ojos se elevaron como por cuenta propia hasta la cabeza del pasajero que tenía delante, el que precisamente le ocultaba la visión directa del rostro de la desconocida, recorrieron horizontalmente ambas alas del vagón, e inevitablemente se encontraron con una enigmática mirada fija al parecer en el rostro algo azorado de nuestro viajero, que dudó en inclinarse hacia su libro o mantener esa mirada que ahora parecía franca, abiertamente dirigida hacia él, y un tanto inquisitiva.
Decidió arriesgar el todo por el todo: sin dejar de mirar el hechizante reflejo, esbozó una sonrisa deseando que fuese interpretada como un gesto de simpatía, y no como una molesta invasión de la intimidad de su compañera de viaje. Por suerte, la mirada de ella no se apartó, ni pudo observar Sixto ningún gesto de fastidio, aunque aún no podía asegurar al cien por cien que la desconocida le estuviese mirando a él y hubiese advertido su sonrisa sin que ésta la incomodara, sin interpretarla como una zafia invitación o un “baboseo”
cualquiera por su parte.
No aguantó más. Sixto se levantó como si quisiera dirigirse al vagón restaurante, pero recordó que éste se encontraba precisamente a sus espaldas, así que tuvo que fingir que iba al lavabo para poder pasar ante el asiento de la desconocida y cerciorarse plenamente de que todo cuanto había advertido en el cristal no era fruto de su imaginación. Pero ella había vuelto a su lectura y no le miró, Sixto sólo pudo corroborar que los rasgos de la viajera estaban hechos para la seducción, pero sus ojos y su mirada seguían rehuyéndole, o al menos así le pareció.
Cuando regresó a su sitio, permaneció unos segundos de pie sin atreverse a mirar abiertamente a aquella que ahora se había convertido ya en objeto de todos sus deseos, aunque no imaginaba posibilidad alguna de prolongar ese encuentro fruto de la casualidad una vez el tren llegado a su destino. Pero de soslayo fingió contemplar el paisaje y en ese movimiento de ojos pudo vislumbrar que ella había levantado la cabeza y miraba en su dirección. Eso lo azoró y rápidamente se sentó, para de inmediato consultar el reflejo como si éste fuese ya un viejo amigo, como si la mujer que aparecía en el cristal fuese un alter ego de la pasajera de carne y hueso, un ente de fantasía, un puro espíritu que sólo podía ser bondadoso, y ecuánime, y comprensivo, y acogedor…
El reflejo le contemplaba. Con una sonrisa en los labios. Y sus ojos, ahora lo veía, eran dos obsidianas repletas de chispitas brillantes que auguraban toda clase de bienaventuranzas…
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