Viaje de alto impacto

Viaje de alto impacto

VICTOR SIERRA

07/09/2016

El impacto tuvo su primera referencia en un vuelo de Iberia en el mes de junio de 2014.

Después de acomodarse en su sitio, cogió la revista que la aerolínea ponía a su disposición en la bolsa situada en frente de su asiento, sabiendo que tenía por delante dos horas y cuarto hasta que el avión aterrizase en el Amsterdam Schiphol Airpot, sumergiéndose en la sugestiva lectura de un reportaje sobre la región de Plugia, península que conforma el tacón de la bota italiana, bañada por dos mares, el Jónico y el Adriático.

Le atrajo de la lectura, especialmente, el encanto y la magia de la ciudad de Gallipoli con su imponente
fortaleza y de Cisternino y Ostuni, ciudades blancas de influencia griega; pero a medida que aumentaba su atracción por conocer estos lugares, crecía el sentimiento de frustración, pensando que estos serían muchos de los destinos que ya quedarían fuera de su alcance, ignorante en ese momento, a 10.000 metros de altura volando hacia Holanda para cumplir con su mayor anhelo, reunirse con sus nietos, que el futuro le depararía acontecimientos de alto impacto que tendrían lugar precisamente en esos escenarios.

Fue, al año siguiente, 2015, cuando una circunstancia inimaginable hacía doce meses, le
llevaba a aterrizar en Bari-Palese, capital de Puglia, abriéndose ante él un mundo fascinante de posibilidades para disfrutar de lo que en aquel vuelo a Ámsterdam para él era una ilusión irrealizable.

Al final de la espléndida cena servida en la boda del hijo de unos amigos, celebrada en Taranto, ciudad situada en el golfo que lleva su mismo nombre en el mar Jónico, la camarera, una joven de labios rojos que combinaba con maestría, serenidad profesional y gestos de calidez y cercanía hacia los comensales de la mesa redonda cuyo servicio le había sido confiado, acudió, por fin, con el plato definitivo que cerraría el banquete.

Coronaban el plato dos enormes bolas de helado de “recuit”, de chocolate y queso, con una base
de mango, dulce de leche y pizcas de hierba buena, y encima, una galleta de hojaldre de piñones desmenuzados.

Él, podría haber prescindido de cualquier otra pieza culinaria anterior a esta colorista rúbrica
del apetitoso menú, pero nunca hubiera sido capaz de renunciar a un postre de tales características. Los postres siempre representaban para él, el acto de cierre indiscutible de cualquier cita con la mesa y el mantel.

Anticipando el placer que estaba a punto de experimentar, al ver cómo la camarera portaba, con elegancia
renovada, esa imponente obra del arte de la restauración, cogió el cubierto con la mayor solemnidad que su desasosiego le permitía, para disponerse a abordar con diligencia la agradable tarea que tenía ante sí.

En ese momento, en la mesa de los novios, el grupo de amigos más allegados a la pareja de recién casados, acudió a entregarles uno de los muchos presentes que cosecharon durante la velada. Fue un acto que pasó casi inadvertido para la inmensa mayoría de los asistentes, entregados ya, como estaban, a dar cuenta con fruición de la última perla de una noche inolvidable en materia de degustación.

A él, no obstante, le llamó la atención aquel gesto de amistad y, por curiosidad, levantó la mirada durante unas décimas de segundo escatimadas al momento en el que iba a comenzar el deleite que le aguardaba encima de la mesa, para observar la escena de felicidad que se definía en torno a los nuevos esposos.

Fue entonces, cuando una figura enclenque, a escasos metros de la mesa nupcial, le arrebató lo que hasta ese momento habían sido todos motivos de felicidad, entre viandas y animadas conversaciones con amigos y viejos conocidos, conjugando pretéritos pasados de vidas que volvían a ser comunes con motivo de tan agradable cita, sintiéndose bruscamente atravesado por el acero frío de un estilete más que cruel en lo más íntimo de su alma.

En la proximidad de esa escena de alegría que se vivía en la mesa de los novios, esa figura, puesta en pie con esfuerzo, se había despojado de una chaqueta que declaraba haber cubierto aquél cuerpo con mayor dignidad en otro tiempo, y que dejaba ver una camisa blanca de hechuras excesivas, incapaces de disimular la flacidez de los brazos, cuello y tórax de su propietario.

Un hombre que conservaba todo su pelo, ralo y de color llamativamente blanco, igual que el que lucía el resto de su saga masculina presente en esa fiesta de la promesa del amor.

De aspecto insignificante, en su ancianidad de 90 años, ese hombrecillo dedicaba un aplauso a la novia, con más voluntad que eficacia, conteniendo una mueca ininteligible en la distancia, de ojos guiñados y labios apretados, entre la sonrisa desbordante y el llanto incontrolado.

Ese hombrecillo, de aspecto insignificante era el abuelo. Y ese aplauso, el resumen y síntesis de los recuerdos de toda una vida. La nieta a la que vio nacer y ahora veía casarse, abandonó por un momento la mesa nupcial, para fundirse con él en un cerrado y sentido abrazo.

El comensal de la mesa redonda que venía disfrutando de unos entornos de leyenda en estos días
de estancia en Italia y que se las había prometido felices con su postre, luchó para no querer entender por qué aquel momento le atravesó, convertido en daga, el corazón.

Cuando el jolgorio del salón le llenó de nuevo sus oídos, encontró que su plato de postre, intacto como se lo habían servido, se encontraba alejado hasta donde alcanzaban los dedos índices de sus manos extendidas hacia el centro de la mesa, quedando casi oculto entre las copas que esa noche utilizó, de tal manera que nadie percibió su gesto autónomo de rechazo, ni nadie quedó sorprendido, según lo conocían, de que hubiera despreciado sus helados.

Levantando su mirada húmeda, oyó cómo la camarera le insistía.., señor: tomará cava o sidra. Y reuniendo la necesaria presencia de ánimo para articular una respuesta que se le negaba, por fin pudo balbucir, Cava!…, por favor.

TARANTO. LA PUGLIA. ITALIA

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