Debía ir al Mirador del Río, en Lanzarote, para reunirse con la mujer de su vida, que ya llevaba más de dos años muerta. Sabía que así dejaría por fin de dar tumbos como si fuera un coche que se ha salido de la carretera y no lograra encontrarla de nuevo. La idea se la había dado uno de esos locos del telediario, pero nada que ver. Él no quería matar a nadie –para qué– ni tampoco se iba a empapar antes en alcohol y sexo. No, él sólo necesitaba convencer a su hermano.
Odiaba a su hermano. Empezó a odiarlo cuando se apropió de la bicicleta que los Reyes Magos dejaron para los dos. Lo odiaba, además, porque no podía odiar al abuelo, que se marchó poco después de prometerle una tarde, mientras comían galletitas saladas a escondidas, que le compraría otra idéntica. Pero sobre todo lo odiaba desde que lo viera aparecer, anunciando boda, con aquella chica tan guapa de la mano. ¿Es que nadie se daba cuenta de que ella era otra bicicleta que acabaría tirando en un rincón del garaje? También lo odiaba, por cierto, por tener ese coche tan caro; coche con el que tenía intención de ir a Barajas, tanto si le gustaba como si no. ¿Estás tonto?, le respondió su hermano, tú no sabes conducir coches con tantos caballos.
Llevaba razón: Las agujas se agitaban nerviosas y bruscas en el salpicadero. Con las prisas, arañó una aleta contra la puerta del garaje. Pendiente del espejo retrovisor, a punto estuvo de llevarse por delante a una gitana que pretendía limpiarle el parabrisas. Ya en la autovía, le decepcionó ese vértigo del que tanto hablaba su hermano. Levantó el pie. Quería llegar al Mirador del Río. Sólo los radares le animaban a pisar el acelerador.
El ticket del parking asomó como la lengua de una niña a medio enfadar. Dejó el coche apartado de los demás y con las llaves puestas. Para que los caballos puedan correr libres, sonrió. El aeropuerto olía a mopa, ambientador y centro comercial. ¿Equipaje? No, no llevo equipaje. Entonces puede ir directamente a la zona de embarque. Es por ahí, le indicaron. Enseguida el aire se tornó carcelario. Echó mano a sus bolsillos: casi mil euros que no había necesitado, la cartera y las llaves de casa. Pero qué hago yo con las llaves todavía. Todo lo tiró a una papelera; todo, menos el carné de identidad, y se puso a la cola. ¿Llaves? ¿Teléfono? No, carraspeó ante el arco detector.
A pie de pista, los aviones le parecieron imponentes. Por dentro, sin embargo, eran vulgares como los trenes. Dos horas largas después aterrizó en Lanzarote con el traqueteo de un vagón que bajara del cielo. El océano lindaba con la pista de aterrizaje. Como un niño sin familia, atravesó el hall en busca del mostrador de la compañía de alquiler de coches. ¿Me deja su carné de conducir? ¿Mi carné de conducir? El recuerdo de la papelera de Barajas le abofeteó. Lo siento, dijo la chica tras el mostrador, pero necesito un carné de conducir. ¿Cómo puedo llegar al Mirador del Río?, quiso preguntar cuando, de pronto, su nombre sonó por la megafonía. Igual han encontrado su cartera, le animaron. ¿Me ha denunciado por llevarme su coche?, repasó, ¿o es que se me ha ido la mano al quitarle las llaves? Pero vaya usted. Sí, titubeó, por dónde.
No hizo caso a las indicaciones que le dieron y salió de la terminal. Turistas y taxis hacían dos colas que se juntaban como se juntan el jarabe y los frascos en una máquina embotelladora. No tenía dinero para llegar al Mirador del Río, pero lo peor era que ni siquiera sabía qué dirección tomar. Temiendo que le dieran el alto en cualquier momento, empezó a caminar: el océano, recapituló, aguardaba al otro lado de la pista de aterrizaje, y se hacía de noche; eso le bastaría. Cuando se acabó la acera, saltó a la tierra roja y corrió entre las palmeras enanas. Se empezaban a oír sirenas.
La verja del perímetro del aeropuerto, que no se terminaba nunca, le empujó hasta una carretera. Las luces de los coches le permitían ver el suelo que pisaba, pero también proyectaban su sombra. Finalmente, llegó a una rotonda iluminada. Playa Honda, leyó en un cartel mientras recobraba el aliento. Algunos vecinos dirían luego que lo vieron pasar deprisa en dirección al paseo. Allí encontró más gente, por eso era tan importante ir al Mirador del Río. El océano, como si tampoco le gustase el lugar, amagaba olas que se escurrían como serpientes. Las sirenas apremiaban a su espalda. Pensó en quitarse los zapatos, en subirse el pantalón, pero una lágrima superó la alambrada de sus párpados y se precipitó al vacío. El agua estaba tan fría. Al dar la primera brazada notó que ni se había quitado las gafas. El Atlántico se las arrolló con sus lomos de ballena.
Poco tardó en ver a su abuelo, que le esperaba con la bicicleta prometida. ¡Te has acordado! La boca le supo entonces a galletitas saladas. ¿Dónde está?, preguntó con impaciencia. Por allí, le señaló. Ella, tan frágil como siempre, descansaba sentada en un banco de mármol. Cuando lo vio, le sonrió con frialdad: qué haces aquí. Pero a él no le importó porque le bastaba con tenerla delante. Por fin daba igual que el juez hubiese creído la versión de su hermano, la que aseguraba que lo ocurrido a su mujer en el Mirador del Río había sido un desgraciado accidente. De verdad que ya daba igual, aunque ella empezó a alejarse como un andén que quedara atrás. Se giró para interrogar al abuelo, pero no lo encontró. De repente, le estallaron el pecho y la garganta y la nariz y los ojos. Algunas palabras empezaron a colarse entre los gritos y las sirenas. Las arcadas, tan de este mundo, le terminaron de confirmar que había fracasado.
FIN
MIRADOR DEL RÍO
LANZAROTE
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