Si algo tengo grabado en el corazón son los viajes con mi familia. Pero aquel verano supe que todo iba a ser diferente. En principio por el viaje: nos trasladamos de un lugar a otro del país, desde las zonas más áridas del centro, pasando por el verde del sur y las gélidas llanuras del norte. Vimos infinidad de animales, los pocos que quedaban con vida después de la séptima extinción. Y nos refugiamos a la sombra y al cobijo de innumerables plantas y árboles de troncos gruesos y densos ramajes. Pero toda la belleza que se abría ante mí era incapaz de abstraerme de la extraña sensación que recorría mi cuerpo.

Fue al volver del viaje, cuando nos acercábamos a nuestro hogar, cuando ocurrió lo inesperado. Paramos a almorzar en una estación de servicio toda rodeada de árboles. Buscamos una amplia sombra donde poder dejar los enseres y refugiarnos de la radiación mientras descansábamos y nos encontramos con un pequeño claro rodeado de una espesa arboleda con un conjunto de mesas y sillas de plástico blando fosforescente. Sacamos todo cuanto teníamos en las neveras portátiles: agua, pan, hojas secas, margarina, café, etc. estábamos llegando a casa y queríamos darnos un buen festín a modo de celebración.

No sabría decir si fue una voz, un susurro del viento tal vez, o las ondas electromagnéticas que viajan a través de los cables y tubos de plástico que atraviesan las carreteras, o la radiación que mediante una extraña combinación de sucesos era capaz de trastocar las capacidades mentales de quienes teníamos la mala fortuna de estar en el lugar equivocado. De cualquier manera allí estaba yo, con el cuerpo temblando, con la mente divagando por una meseta de historias y sueños aun por vivir. Tal vez era la vida que me llamaba a su encuentro. Aun sigo pensando en aquel día. Aquel día que me levanté de aquella silla de plástico y decidí que no quería sentarme nunca más en algo parecido. Aquel día que dejé de comer lo que se suponía que me mantenía con vida. Aquel día que decidí que ya no era capaz de seguir aguantando la farsa del ciudadano de a pie.

Me levante y comencé a caminar. Mientras no traspasara el cerco de seguridad a nadie le parecería raro verme por allí andando solo. El viento agitaba los árboles como intentando decirme algo que yo entendí como un señal para que no volviera la vista atrás. El cerco de seguridad representaba tan sólo una línea roja en el suelo, muestra de lo bien domados que nos tenían. La pasé sin problemas. Apenas un par de cámaras dirigieron sus objetivos hacia mí. Pero no se oyó nada más que el rozamiento del plástico duro. Mi familia apenas advirtió mi huida. Desde lejos pude ver como recogían la mesa y la comida, como se subían al coche y dejaban atrás la gasolinera. Creo que quiso despertar en mi interior la tristeza, pero no la recuerdo con claridad por lo que, tal vez, no dejé que se manifestara.

Di media vuelta y continué el camino que comenzó en el momento que decidí romper con todo lazo que me unía a mi familia o a mi civilización. Seguí caminando hasta que pude encontrar mi lugar en el mundo. Recuerdo no ser muy feliz por aquel entonces, pero si que era libre, y eso es algo de lo que no todos están seguros de poder decirlo sin temor a represalias. Se puede decir que tuve suerte de tener una madre y un padre que me enseñaron lo grande y maravilloso que es nuestro país, y me dieron la oportunidad de explorar cuantas posibilidades cabían en el para que pudiera ser libre de elegir mi propio destino.

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