Mi madre abrió la puerta con las pupilas ligeramene dilatadas y la boca entreabierta, aunque media semana atrás alguien había anunciado mi llegada. Por aquella época un par de mujeres me habían enseñado que mostrarse sorprendido podía ser lo mismo que sorprenderse. La tomé entonces como una reacción natural de bienvenida y, de paso, entreví con qué miradas me recibirían mis amigos. En los días siguientes noté que era mi cuerpo el que había regresado y obligaba a los recibimientos. Para hacerme presente tuve que usar apretones de mano, la mirada y uno que otro abrazo. Las palabras, mi otro recurso, se disolvían en formalidades y explicaciones que, al contrario, ensanchaban las distancias. En unos pocos meses todos habían olvidado los agasajos colectivos de despedida y las hondas motivaciones del viaje. El regreso repentino, en cambio, fue sólo mío. Volví para saldar una “pequeña” cuenta al precio de suspender una odisea apenas comenzada. Probablemente por eso fui recibido como un sietemesino. Muchos años después entendí que mi despedida había sido más tajante de lo que en realidad podía ser. Cuando uno se va con optimismo de turista cree poder estar aquí y allá al mismo tiempo. Tras varias semanas de adioses todos rompieron conmigo. Aun a días del regreso estaba seguro de que en muchos años no volvería. Al final descubrí que el único que se había quedado fui yo.
Por instinto de supervivencia y amor a la humanidad durante mi juventud mantuve contacto con muy poca gente. Así, de lo que me ataba logré zafarme diplomáticamente las semanas anteriores a mi partida. Sin embargo, un día antes de ese vieje soñé un tira y afloja con Penélope. Desde pequeño me volví experto en interpretar sueños premonitorios, pero con aquella pesadilla me sentí torpe, las imágenes no se dejaban poner en orden. En ellas Penélope luchaba por no dejarme ir y yo por no quedarme. Tras un ligero salto, de aquellos que al instante dejan saber que transcurrió mucho tiempo, yo regresaba, la buscaba desesperado y la encontraba en el mismo lugar de nuestra despedida, la frontera del país. Ella deambulaba con la mirada perdida y enormes suturas sostenían su caja craneal. De pronto, esos brillantes ojos pardos, que tanto había querido, estaban desorbitados, no miraban, ni siquiera pretendían ignorarme, simplemente no reconcían a nadie en mí. El espanto me despertó. Con todo, si aun en aquel momento hubiera entendido que ese sería el precio a pagar, igualmente habría partido, pues para ignorar tan alto costo yo mismo había preferido no entender el sueño. Y ahora, siete meses después, se repetía la necedad: a sabiendas de que mi retorno no cambiaría el rumbo de las cosas por venir, yo estaba de vuelta.
Penélope rompió conmigo cuatro días antes de mi llegada, por eso volví. Durante mi corta ausencia, que para ella debió ser infinita, yo había conocido una pócima mágica por la que entendí que el amor no puede sostenerse en motivos. Mediante razones el amor podía ser incluso hermoso, pero no pasaba de una convención social. Así que sólo regrese para hacerle una pregunta sin fondos a la mujer con la que había vivido siete años y quizás no volvería a ver. Sabía que por ningún motivo ella vendría a mi encuentro y que tampoco la encontraría en la ciudad. Desde hacía un par de años trabajaba en zonas de guerrilla y para llegar a ella tendría que moverme entre gente de ambos bandos, allá donde todo el mundo pasa por enemigo de todo el mundo y nadie puede darse el lujo de ser un desconocido. Atravesando montañas durante dos días tuve mucho tiempo para pensar en mi pregunta, quizás demasiado. La noche anterior al encuentro llegué a un trapiche en las laderas del Guáitara, retomé el camino al amanecer. Las pulgas no me habían dejado proseguir la lectura con que intentaba engañar al sueño y al cansancio. Llevaba ya varios días despierto.
En el trayecto siguiente el sabor benévolo del trópico se dejó, por fin, sentir. Quedaban sólo dos horas de precipicios, café y caña de azucar. Llegué poco después del medio día a uno de esos lugares que cualquier niño quiere conocer, el rincón donde terminan las carreteras, el fin del mundo. Arribé a tiempo para no oir las campanas de la iglesia. Supe que Penélope no volvería sino hasta el anochecer, salí a caminar y di con una piscina al pie de un platanar. Floté toda la tarde en ese líquido liviano que expulsaban los bananeros. Progresivamente pareció ya no importarme lo que pudiera pasar. Llegado a ese punto del viaje no tenía nada en qué pensar. Al flotar sentí mi cuerpo después de varios días. Hice un repaso de la semana. Había amanecido el lunes en el Báltico, el miércoles mantuve disquisiciones inútiles en un suburbio francés y, ahora, estaba jugándome la vida en un rincón sin nombre, cobijado por montañas a diestra y siniestra, y con la amargura de tener al frente el mejor paisaje de toda la semana y, seguramente, de toda mi vida.
A pesar de aquella ronrisa amplia y perfecta Penélope, al llegar, sólo sobrevoló mi entorno con una mirada distraída. Su ligereza no era buen augurio. Indicaba que nada había cambiado desde nuestra última charla. Recordé que sólo tendría tiempo para una pregunta. La vuelta al mundo por una pregunta y una pregunta por media vida. A ella el odio acumulado durante los últimos meses se le había transmutado en un rigor conceptual que yo desconocía. Con semejante lucidez vio de inmediato que cualquier palabra era debilidad y en sus recovecos alcanzó a presentir mi pregunta. Intentamos aproximarnos, el silencio se nos interrumpió varias veces durante la noche, pero ni siquiera la madrugada logró atravesarlo. No tuvimos palabras para limitar la última desmesura. Allí nos despedimos, hace ya casi veinte años. Salí de aquella casa al amanecer, con una pregunta a cuestas. Las balas que por aquel entonces iluminaban esas montañas tampoco me sirvieron de refugio.
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