HISTORIA DE UN VIAJE INOLVIDABLE

Recuerdo mi primer viaje imaginario con la nitidez de una fotografía. Yo tenía quince años y por aquel entonces leía todo lo que caía en mis manos.

Había empezado a abrirse un infinito horizonte ante mis ojos, cada vez que me encontraba con algún vendedor de libros antiguos.Yo tuve la suerte de que nos visitaba cerca de casa un librero ambulante una vez por semana.

En la plaza de la iglesia de mi barrio, cada domingo, aparecía un tipo de aspecto intelectual con una indumentaria desgarbada. Llevaba gafas cuadradas, barba rojiza y una gran maleta marrón. A su espalda tenía colgado un catre sujeto con cintas negras, que desplegaba lentamente mientras montaba su tenderete.

Pausadamente iba formando varias columnas con sus libros, separando estilos y autores. La poesía la colocaba en el centro, formando una hilera colorida y llamativa.

La novela romántica la ponía en la esquina inferior izquierda, porque era la que menos le gustaba a él.

Los libros que hablaban de política y de ética los colocaba en la parte inferior derecha, formando con ellos un rombo que no inspiraba atractivo alguno por sus tonos apagados, grises y verdinegros.

Y los libros de viajes los colocaba sobre una especie de almohadón de satén violeta. Eran sus predilectos sin duda alguna. Y eran los últimos que ponía sobre el catre, porque les dedicaba más tiempo en su colocación que a todos los anteriores.

Yo me quedaba ensimismada contemplando su ritual, domingo tras domingo.

Y un día me atreví a preguntarle si podía recomendarme alguno en especial, del tema que él prefiriese. Cuando levantó la mirada de sus libros, el vendedor misterioso se me quedó mirando fijamente y me dijo:

– ¿Te gustan los libros románticos?

Me sentí decepcionada porque no pensé que pudiese creer que a mí me gustarían esas historias tan infantiles.

– No me interesan nada. Me aburren. – Respondí yo muy molesta-

– Y la poesía, ¿qué tal algún libro de los clásicos? – Me dijo el librero-

– ¿Pero qué le hace pensar que yo leo poesía? – Le solté yo enfadada-

– ¿Entonces te interesaría algún libro de viajes, quizá? – Me dijo por fin-

– Ya se va aproximando a mis gustos de lectura, esos si son libros interesantes de
verdad. – Le respondí yo muy resuelta-

Y entonces se puso a buscar, levantando despacio uno tras otro, los delicados lomos de sus libros preferidos hasta detenerse en uno con una extraña portada y un título no menos
inquietante que la anterior.

“El viaje sin retorno de Margot Legrand”

Yo alargué mi mano para cogerlo y, al hacerlo, sentí un extraño cosquilleo entre mis dedos. Fue una señal. Ese extraño título me atrajo de tal forma que no lo dudé ni un momento y decidí comprarlo sin pensarlo dos veces.

Al llegar a mi casa no me detuve con los gatos de mi vecino del piso de enfrente, como hacía todos los días, sino que me subí eufórica a mi casa y me precipité como un cometa en mi habitación.

Me coloqué en mi silla y acomodé mi cojín a la espalda. El tiempo se paró aquella mañana cuando abrí la primera página del libro y me encontré con una dedicatoria escrita con
plumín de tinta azulada, que decía “para mi lejana amiga, que nunca dejó de
soñar con conocer todo el mundo con su imaginación”.

Me pareció que la dedicatoria iba dirigida solo a mí y, sin demorarme ni un segundo, empecé a leer el primer capítulo.

Margot, su protagonista, era el vivo ejemplo de la curiosidad y las ganas de descubrir
mundos desconocidos, inalcanzables y enigmáticos.

Yo era la viva imagen de la sorpresa, la devoción por lo misterioso y el latido de lo que está por descubrir. Y me sentí totalmente reflejada en ella.

La imagen que aparecía al final de aquel primer capítulo aún se encuentra perfectamente guardada en mi memoria, Margot se perdía en el final de una vieja vía de tren abandonada, y al fondo, se divisaba una montaña nevada.

Cuanto más avanzaba en la lectura y más páginas me bebía, más simbiosis sentía entre mi persona y el personaje de Margot.

Era como si hubiese descubierto de repente que mi personalidad se integraba en la de ella; como si, desde siempre, mi vida se hubiese reproducido en la suya, sin ninguna fisura,
sin ningún resalto, en perfecta conjunción.

Su viaje discurría como lo hacía el mío, a veces entre riberas cristalinas y colinas de piedras de pizarra; otras veces entre viejos raíles de tren y caminos de tierra de
arrieros, pero siempre buscando otros horizontes, otras gentes, otras sensaciones nuevas. Las dos éramos caminantes infatigables que buscaban con denuedo la sorpresa y la emoción de lo nuevo.

Yo avanzaba página tras página con auténtica fiebre, ansiosa por alcanzar el final de su atractivo viaje y descubrir el lugar fantástico que iba a encontrar.

Pero, cuando apenas me faltaban cinco páginas para alcanzar la cima de la historia, Margot sufría un inesperado accidente y caía por un precipicio al final de un estrecho sendero
nevado. Perdía el conocimiento y se rompía una pierna, y allí pasaba varias horas hasta que era encontrada por un pastor que la enconntraba milagrosamente, cuando llevaba de regreso su ganado a una aldea medio deshabitada.

Entonces la historia de ese fabuloso viaje daba un giro de 180 grados y era el pastor el que le acababa contando su azarosa e increíble vida a Margot.

Ese encuentro fortuito acabaría siendo el final del último viaje en soledad para Margot y el comienzo de otro viaje en el que ya participarían ambos.

A partir de ese momento aprendí que el mejor viaje que se puede hacer es el descubrimiento de otro ser humano que se cruza en tu camino, con ganas de vivir, de gozar con las cosas sencillas y saborear en cada momento pequeños placeres que hay que beber de la vida cotidiana.

Mª Angustias Carrascosa.

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