Una tarde de Agosto, ya próxima la hora del cierre, me hallaba en el Cementerio visitando la tumba de un amigo.
Cuando de pronto un fuerte golpe en mi cabeza hizo que me desvaneciera. Luego, al sentir el roce de unos labios sobre mi boca desperté. Abrí mis ojos, ya era de noche, un rostro a pocos centímetros de mi cara, sonreía. Era un ser
abominable, monstruoso. El sólo hecho de verlo me provocaba náuseas. Su rostro, tan deforme como su cuerpo, me llenaba de espanto y sacando coraje de no sé dónde, lo empujé hacia atrás con todas las fuerzas de mi ser y corrí
desesperada. Ya era de noche y el portal de rejas del Cementerio se hallaba
cerrado. No sabía qué hacer, podía oír el sonido que producían sus pies al
arrastrase sobre el suelo de baldosas. Entonces, busqué aterrada un lugar dónde ocultarme.
Durante la larga y fría noche me oculté dentro de una de las criptas que descuidadamente permanecía con su herrumbrada puerta entreabierta. Dentro de ella se hallaban seis cajones en muy mal estado, dejando ver por entre sus rotas tablas, bajo la espesa penumbra que nos envolvía, los restos descarnados de los esqueletos de sus ocupantes, de algunos, largas y blancuzcas cabelleras colgaban hacia afuera. De otros, sus huesudas manos con largas y negras uñas, asomaban entre las tablas podridas. Tragué saliva y contuve mi grito.
Pude sentir los torpes pasos que se acercaban. Por fortuna él pasó por delante de la puerta sin notar mi presencia. Por el momento, estaba salvada, así lo observé ir y venir bajo la luz débil de la luna. Al cabo de un largo rato de hallarme sentada en el suelo frío, agotada por el cansancio, me quedé dormida.
Fue entonces cuando sentí que algo cayó sobre mí y corrió por mis piernas subiendo por mi cuerpo hasta la cabeza. Aterrada abrí los ojos y vi entorno mío, y sobre mí, a varias ratas. Me levanté de un salto y las que se hallaban sobre mí cayeron con un chillido agudo, dispersándose por todos los rincones de aquella húmeda cripta. Yo temblaba como una hoja.
Los pasos de él se volvieron a sentir. Pero esta vez, por el ruido que hicieron las ratas se detuvieron ante la cripta y su grotesca mano empujó la puerta. Para entonces yo me había ocultado dentro de uno de los cajones, usurpando al muerto el pequeño espacio que tenía y rogando la madera del féretro aguantara mi peso. Cara a cara con la calavera, compartimos el mismo espacio. Por entre los agujeros en la madera, pude verlo entrar y husmear por cada rincón. Más, al ver a algunas de las ratas que aún permanecían allí, lanzó un grito gutural y con vehemencia atrapó a una de ellas. Por el chillido quejoso que oí, proveniente del animal, me di cuenta que la estaba devorando. Lo mismo repitió dos o tres veces. Mi estómago ya casi no aguantaba más, estaba descompuesta por la impresión y por el asco que esto me causaba. Con gran esfuerzo, me contuve. Lo mismo haría conmigo si me encontraba.
Pasados unos minutos se alejó. Agradecí al cielo por ello. Salí del cajón, todo mi cuerpo experimentaba un frío estremecimiento por el espantoso momento que había compartido dentro de aquel féretro. Sacudí mi ropa y algunas cucarachas que enredadas en mi pelo se desesperaban por librarse, cayeron al piso. El cielo estaba aclarando poco a poco. El día se acercaba.
Salí de la cripta, seguramente él ya se habría ido, luego de la asquerosa y
suculenta cena, deduje que se habría ido a dormir. Pero me equivoqué…
De súbito su gigantesca mano tiró de mi pelo y me desplomé en el suelo. Sentí su aliento agitado otra vez sobre mi rostro. No pude escapar. Sus ojos desorbitados me miraban. Su baba mojaba mi rostro. De pronto, sentí una fuerte presión sobre mi pecho y la sangre, caliente, cubrió mi cuerpo.
Con el último hilo de vida, sentí a mi corazón latiendo entre sus manos…
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