Apenas un par de coches me separaban de Bosnia-Herzegovina. Me encontraba en el paso fronterizo de Doljani. Había conducido sin descanso desde Split, de donde había salido pronto esa mañana. Atrás dejaba la Croacia de playas pedregosas y aguas cristalinas. Calculaba que me quedaría una hora más de trayecto hasta Mostar, mi primera parada en el país. El sol apretaba con fuerza en ese mes de julio. Quité las manos del volante, me sequé el sudor de las palmas en el vestido y me subí las gafas de sol utilizándolas de diadema para el pelo.

Arrancó el primer coche, luego el segundo. Los vi alejarse con un ruido sordo de motor. Avancé y me puse a la altura del guardia. Le enseñé el pasaporte con una sonrisa. Lo miró, me miró y me devolvió ambas cosas: el pasaporte y la sonrisa. Le di las gracias y aceleré con tantas ganas que casi se me salió el mocasín del pie. Por fin iba a visitar la ciudad del “puente viejo”.

Veinte años habían pasado desde el final de la guerra de los Balcanes, y sus huellas se mostraron visibles desde el primer momento en que crucé la frontera. A lo largo de todo el camino vi salpicaduras intermitentes de ese dolor: esqueletos de casas abandonadas a su suerte, como si fueran animales sin dueño atropellados en la cuneta.

Había reservado una noche en el motel Demadino, que se encontraba a la entrada de la ciudad. Estacioné el coche en el aparcamiento, cogí mis cosas y me dirigí a la recepción.

—Buenos días—me saludó la recepcionista. Era una chica joven que hablaba un español perfecto, tan solo delatado por un leve acento. Vio cómo enarqué las cejas al oírla hablar, se rió y me explicó que durante la guerra había vivido con una familia en Valencia.

Recogí la llave y subí a la habitación. Dejé las cosas encima de la cama y me asomé a la ventana: la ciudad se extendía ante mí con sus colinas, sus árboles, sus edificaciones. Cerré los ojos y aspiré: entre tanta muerte, yo olía vida. No esperé más tiempo para salir a ver la ciudad.

Paré a comer un kebab en el primer restaurante que encontré, a unos pasos del motel. Mientras esperaba la comida, me di cuenta de que con las prisas me había olvidado la guía en la habitación. Pero no regresé a por ella; quizás la mejor manera de comprender sería dejándome llevar, observando y asimilando todo lo que viera.

Me sumergí en la ciudad vieja y paseé por sus calles empedradas. Sabía que no me perdería porque todos los caminos llevaban al puente viejo, símbolo de la unión de dos culturas. No tuve que andar mucho para divisarlo en todo su esplendor. Parecía desafiar el paso del tiempo: blanco, limpio, restaurado. Qué diferente de aquél—parecía otro, pero era el mismo puente—que saltó por los aires un día de noviembre de 1993. Recordé las imágenes en televisión. Tras los golpes de humo, los amasijos de hierro se retorcían en todas direcciones: unos miraban al cielo, como implorando compasión; y otros caían al río, como lágrimas que se quisieran perder con la corriente.

El puente estaba lleno de gente, sobre todo turistas, pero también lugareños que lo cruzaban con esa prontitud pausada de las ciudades medianas. Un clavadista esperaba una propina lo suficientemente justa como para que su salto al río desde las alturas del puente mereciera la pena.

Seguí mi camino sin detenerme mucho más. En el otro lado del río, un gato dormía panza arriba en una estantería de una tienda de recuerdos. Quise ver la ciudad desde la otra parte del puente y algo me llamó la atención. En una esquina, alguien había escrito en una piedra este mensaje: “Don’t forget” (“No olvidemos”).

Con esas dos palabras dándome vueltas en la cabeza, reanudé la marcha y salí del casco antiguo. Noté un contraste abrumador. En esa parte de la ciudad, las señales de la barbarie me dolieron más que las que había visto en la carretera. Vi multitud de edificios en ruinas, con las fachadas picadas de metralla, sin ventanas, algunos sin tejado siquiera. Pasé por un parque convertido en cementerio. “No podía ser de otro modo”, pensé. “¿Dónde meter a todos los muertos?” Me fijé en las lápidas; la mayoría tenían algo en común: el año 1993 como fecha de la muerte. Me froté los brazos ante el frío repentino que sentí.

Anduve y anduve hasta que las piernas casi no me respondieron. No dejé ningún lugar por recorrer. Volví sobre mis pasos un par de veces para memorizar cada recoveco lleno de vida y destrucción.

Ya estaba oscureciendo cuando regresé a la parte antigua. Me senté a cenar en un restaurante con vistas al río y al puente viejo que, de noche, resultaba más imponente todavía. Pedí unas ćevapi—una especie de salchichas de carne picada—con patatas fritas. Casi todas las mesas estaban ocupadas y la gente reía. Varios gatos se paseaban por el establecimiento pidiendo comida. Uno de ellos me maulló suplicando. Tenía el mismo olor parduzco que el de la tienda de recuerdos. Le di un poco de carne. Siguió maullando hasta que se cansó de pedir más y se fue. Cuando acabé de cenar, permanecí durante unos minutos en un estado total de serenidad. Luego, pedí la cuenta al camarero. Cuando regresó con ella yo estaba abstraída observando el cielo.

—Está precioso—dijo el camarero siguiendo mi mirada—. Afortunadamente hace ya mucho tiempo que dejaron de caer las bombas.

Sus palabras me trajeron de vuelta al restaurante.

—Fue duro—prosiguió—, pero no olvidamos el sufrimiento que pasamos. Aquí tiene la cuenta.

Pagué y me despedí de él.

Ya no me dolían las piernas. Me sentía llena de vitalidad y ligera como la esperanza que respiré durante todo el día entre todos y cada uno de los rincones de Mostar.

“Yo tampoco olvidaré”, musité mientras caminaba de vuelta al motel.

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