El suelo no se movía, estaba quieto: I am, yo soy. Me tumbé y escuché el latido de sus entrañas, aunque quizás fuera el mío que reverberaba contra la tierra. Arranqué puñados de hierba de un tirón con ambas manos. El suelo no se movía, estaba quieto y el mar se despeñaba por la pared de rocas. I am, yo soy. Multitud de gente se agolpó a mi alrededor con la certeza de un sueño, como si sus caras procedieran de más allá, de un lugar remoto de donde huyen los pájaros.

– Nunca había visto este mar inofensivo, este mar -les dije, aunque no creo que pudieran oírme.

– Puede que haya tomado drogas -cuchicheaban como grillos cri cri cri. Puede que incluso no nos vea -comentó otro. Pero si acaba de hablar -puso en duda alguien más.

Cuando iba hacia allí, sin saber todavía a dónde me dirigía, vi una iglesia, vi cuervos negros y palomas blancas como una premonición. La cruz en lo alto de la iglesia increpaba al cielo por no serle amistoso, por albergar la duda de si existía un dios. Yo creía que no: no me serviría tampoco esta vez como refugio la religión que me enseñaron en la escuela. Sólo podía seguir caminando, no sabía hacer otra cosa. Había dejado de montar en bici los últimos días. Hasta que dejé atrás un coche de policía mientras la tierra me llamaba con un grito cristalino, como mil copas rompiéndose a la vez. Todo dejó de tener voz excepto ese pedazo de tierra donde crecía la hierba verde al borde del mar, donde paré para tumbarme y descansar. Algo huidizo como el tiempo, como lo que soy, I am, parecía querer escaparse hacia otra parte que yo no recordaba, que perdía consistencia. Mi memoria quería dejar de pertenecer a alguien, buscaba, a su vez, nuevo inquilino. Y mientras me metían en un coche, ese que dejé atrás, y mientras el coche avanzaba, me abandonaba, se despedía: «gracias, ha sido un placer acompañarte hasta el final». En efecto, algo moribundo pugnaba por nacer, un ser ancestral que con sus antenas percibía que los agentes de la ley realizaban la pregunta precisa, el gesto estudiado del actor, la llamada de rigor. Este teatrillo improvisado parecía haber sucedido cientos de veces y todo lo que ocurrió a continuación: la llegada conocida, el traslado transitorio, el sueño escondido bajo sábanas blancas y el amanecer del día siguiente estaba bañado por ese mar que se despeñaba por la pared de rocas. ¿Por qué nunca antes lo había visto? Cerca había un parque en el que sí que había estado. Volví hasta allí cuando me soltaron sin cargos y subí durante meses las escaleras de un tobogán sin atreverme a deslizarme por su pendiente. Me quedaba en el último escalón y miraba, desde arriba, las copas de los árboles, los caminos de tierra, a la gente que paseaba, a los perros. Y volvía a descender. Era una extranjera, solo hablaba por teléfono con un amigo que me decía que cogiera un avión, que él iría a buscarme al aeropuerto, que podía quedarme en su casa hasta que encontrara otra. Pero cuando colgaba el teléfono sabía que no podía volver. La ciudad me envolvía con un manto que me hacía invisible, por eso sus habitantes me buscaban, me perdían, me adivinaban tras la sombra de una casa. Una de ellos se parecía mucho a mí, llevaba rodando una maleta y la seguí hasta que se subió a un autobús. Tantos meses subiendo peldaños de escaleras y uno sólo me separó de ella. Le dije adiós desde la calle y ella, sentada en su asiento, se despidió a su vez de mí dibujando una lágrima imaginaria que caía por su mejilla. Después, supongo que se montó en ese avión que yo nunca cogí y no volví a saber de ella.

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