Viaje en presente y pasado

Viaje en presente y pasado

susana fragassi

05/09/2016

Me había dejado tentar por la propuesta, que excedía en todo, a mi habitual estilo conservador. No es que generalmente fuera poco inquieta, sino más bien, que me desarrollaba al extremo en ámbitos en los que prevalecía la confianza y… ¿por qué no confesarlo?… la comodidad.

Pese a mi extenso recorrido vital, que ameritaba sin dudas, el mote de señora madura, escabullendo el título de abuela solo por la desidia de mis hijos, había renovado mis células cansadas, sorpresivamente, en el encuentro fortuito con un turista del viejo mundo en mi país de origen, sureño, si los hay.

Una mirada cómplice y un abrazo fugitivo sellaron la promesa de un reencuentro. La modernidad y el acceso a internet, decidieron el destino.

En un acto de imparcialidad alevosa, evitando privilegios y competencias, optamos por la neutralidad. Ni Europa, ni América. Tras la oferta de Asia, me regodee con la idea, advirtiendo que un solo país sería suficiente, teniendo en cuenta la suma de factores desconocidos, paisajes variados e inusuales, cultura diferente incluyendo idioma y religión, compañía especial sostenida en un casual encuentro y en una comunión inexplicable de no mediar otra dimensión desconocida para la vida cotidiana.

Con equipaje de mano elemental y un equipamiento emocional cargado, emprendí mi viaje de alrededor de un día tomando en cuenta las dos escalas necesarias para el arribo. Podría describir cada hora o cada minuto si así lo quisiera, pero prefiero reservar el espacio para relatar mi descenso en el aeropuerto de Oman. Luego de cumplimentar los trámites de rutina que incluían obtener la visa de turista por quince días, tomé mi mochila y caminé erguida disimulando el nerviosismo que me atravesaba desde las zapatillas hasta el pañuelo que cubría mi cabeza. Tenía las manos húmedas y el corazón inquieto. Inspiré profundamente e intenté distinguir un rostro conocido que se destacara entre tantos hiyab y turbantes.

Como despertando de un sueño de tiempo incierto, lo divisé. Sus pequeños ojos azules rastreaban el aeropuerto con la velocidad de una hélice y con la precisión de un reloj. Al verme, su sonrisa sorteó su nutrido calendario. Sostenía una rosa que me entregó tímidamente. Distrayendo las miradas curiosas, rozamos nuestras manos. Percibí también humedad en ellas. Supe que estábamos en el lugar y momento correcto.

Compartimos el taxi que nos alojó en las cercanías hasta la mañana siguiente que iniciaríamos el recorrido cuidadosamente planificado, visitando ciudades milenarias alternando con modernas, castillos misteriosos, fuertes históricos, mezquitas extraordinarias, cementerios sorprendentes, oasis increíbles, mercados típicos y desiertos enigmáticos.

Cada escenario, cada movimiento, cada gesto que descubríamos, era un instante de extrema aventura, de sostenido conocimiento y de regocijo mutuo, donde cada uno, cada cual recreaba un viaje inimaginable a nuestros años juveniles, los que se animaban a sortear los imposibles, incluyendo el tiempo.

Luego de quince días fantásticos, y en el mismo aeropuerto que nos reencontrara, con la rosa marchita entre mis ropas, los dos tuvimos que partir. Cada cual a su rumbo, con la campana que anunciaba el fin del recreo.

Ambos con las manos tibias y los ojos mojados, a pesar de nuestras diferencias idiomáticas, nos prometimos amor y nos juramos volvernos a ver. ¡Ambos sabemos que así será!

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