Rotito suertudo.
Como empleado de una naviera no me sorprendió la carta. Me notificaba de una misión al mar Arábigo.
La carta venía adornada con frases elogiosas como «conocemos su
excelente desempeño»estamos seguros que su informe será decisivo para
concretar la compra del carguero Shin-Lung».
Mis compañeros de Empresa me taparon con bromas por ser un roto suertudo que se castigaría yendo hacia Singapur. No iría solo. Iríamos dos. Yo como ingeniero de máquinas y Rubén como ingeniero de cubierta. El barco ya venía en viaje. Cargaba armazones de hierro y su destino era Irán.Nosotros deberíamos abordarlo y navegar en él para dar nuestra opinión acerca del
funcionamiento.
Una vez en el avión recordé los ojos tristes de mi esposa siguiéndome mientras preparaba el equipaje. Insistió en que llevará el bolso de cuero amarillo que me obsequió en Navidad. Puse también mi estropeada Virgen de yeso y el rosario de pétalos de rosas, impuesto por mi madre para protegerme.
El avión llegó con retraso y apenas tuvimos tiempo para subir al carguero. Conocimos al capitán coreano; pudimos percatarnos que la mayoría de la tripulación era filipina.
El Shing Lung tuvo que atravesar por aguas agitadas las que durante diez días, hicieron zarandear la estructura. “La cola de un tsunami» explicarían.
Cuando al fin se calmó la turbulencia me sorprendió notar que la proa estaba baja en relación al firmamento. Lo normal es que esté más alta.
Rubén me comentó que un censor de la bodega uno, estaba marcando agua. Dijo que la respuesta que le dieron fue » a veces marca, otras veces no».
Estas anormalidades nos pusieron en alerta y con nuestros celulares grabamos estos fenómenos en forma metódica. Por supuesto que insistimos en informar al capitán. A él pareció no importarle. Sin embargo lo sorprendimos entrando con buzo a la bodega inundada. Nosotros nos apresuramos a ir tras suyo y
oh, sorpresa. La bodega estaba anegada. Se revisó la estructura con la
esperanza de descubrir una rotura que causara el fenómeno pero fue una búsqueda infructuosa.
El encauzamiento de la nave aumentaba tanto que el mar entraba libre a cubierta. Era necesario acercarse a tierra, pedir ayuda o algo. El capitán, por el contrario ordenó acelerar la marcha.
Nuestras gestiones fueron recibidas con desdén por el coreano. Al llegar la noche nadie quería entrar a los camarotes. Por el contrario, los filipinos nos seguían a todas partes como buscando amparo en nosotros.
Insistimos en que dieran la orden de subirse a los botes. El capitán como única respuesta entró al caserío. No emitió la señal.
Rubén ya estaba sobre el primero de los botes, yo recogía las amarras cuando un estrépito enorme anunció que el barco se partía en dos.
Rodé. Sentí que un fierro atajaba mi carrera. Me sujeté a él y aguanté la respiración mientras viajaba hacia el fondo del mar con la mitad del barco.
Sabía que la turbulencia debía calmarse un poco antes de intentar nadar a la superficie. En cuanto pude me solté, di grandes braceadas en busca del aire tan necesario. Debo haber nadado seis metros por lo menos hasta que por fin supe que lo había logrado. Aspiré con desesperación y, con estupor descubrí que el mar me había quitado el chaleco salvavidas. Ese, que momentos antes nos pusiéramos.
Ahora debía encontrar algo para aferrarme porque me sentía desfallecer, hiperventilado, dolor en todo el cuerpo, miedo por lo que le hubiera ocurrido a todos los del barco, en especial a mi compañero.
De pronto vi una sombra más negra que lo negro, nadé hacia ella. Era el bote dado vuelta. El mismo bote que tratamos de bajar antes. Estaba envuelto en las escaleras de gato. Por ellas trepé y ahí pude reposar. Para evitar caer desabroché mi cinturón y me amarré a las escalerillas. En plena oscuridad toqué mi cuerpo para saber qué me había dañado. Tenía medio pantalón media polera. Había perdido todo menos la pierna del pantalón donde llevaba el rosario, regalo de mi madre y chips de los celulares conteniendo registro de días pasados. Sentí una paz incomprensible tras descubrir que aquel rosario aún iba conmigo. Una paz que no concordaba con el desamparo, las magulladuras, la incertidumbre. Recordé haber escuchado que el telegrafista había logrado enviar un llamado de auxilio al barco que andaba en las cercanías. Ese recuerdo fue una fosforescencia en esa oscuridad
infinita.
Horas después me di cuenta que en mi cercanía, en un bote inflable, estaba el primer oficial coreano y ese descubrimiento fue reconfortante.
Amanecía. La marea me acercó un bulto. Casi podía tocarlo con los pies. Curioso. Temí que fuera el
cuerpo de un tripulante ahogado. Al aumentar la claridad ese temor quedó atrás. Se trataba de un bolso de emergencias. Sabía que contenía. El agua era el elemento más preciado en ese momento. Lo acerqué con el pie y pude subirlo al bote.
Bebí demasiado aprisa.No pude evitarlo. Vomitar fue lo más doloroso, por lo de las magulladuras.
Cuando apareció el barco pensé estoy salvado. Aún tendría que esperar que barrieran el agua. Los sobrevivientes que están sobre algún objeto son los últimos en ser rescatados.
Después supe que Rubén era de los que estaban a flote, también que había
salvado a tres tripulantes muy mal heridos. Un helicóptero me llevó al barco.
Epílogo.
En una cama de hospital, un estropeado hombre, duerme. A los pies del lecho
un letrero pretende decir su nombre.
El sueño agitado, la boca reseca, el dolor de las heridas al cambiar de
posición lo despierta. Una enfermera se acerca solícita pero la barrera del
idioma impide que se comuniquen.
Repite “debería haber parado, debería haber parado”
Más adelante recuerda: hace sólo un mes que, con una gran fiesta al estilo de los chilenos, lo despidieron familiares y amigos. Comida abundante, vinos, alegría y bromas como: Chitas el rotito con suerte, cómo se castiga yendo a Singapur, cualquiera desea su fortuna…Y tuvo suerte. Estaba vivo.
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