Alzando el vuelo, intrépida y sin equipaje, la gaviota de blanco pelaje se elevaba siguiendo la corriente del río. Su caudal de aguas presurosas y alborotadas hacia el océano no parecía intimidarla. Desde las alturas tal vez observaba cómo ambos, Duero y Atlántico, ligaban sus aguas: batiéndose en un frío duelo, el océano ejercía de implacable conquistador de orillas. Y ahí, contemplando el espectáculo que me brindaba la madre naturaleza, permanecí callada. Intenté grabarlo en mi memoria, veloz, con miedo a perderme un solo segundo de las instantáneas de la vida portuguesa.
Desde Vila Nova de Gaia, ante mí, vivaracha y colorida, la bella Oporto: todo un placer para los sentidos. Sí, impregnada de olores de mar y tierra, de dulce y salado, de café y vino en cada una de sus calles, en las plazas, en las playas, en la ribera. Sí, con vistas incomparables, de tiempos inmemoriales, vieja, barroca y moderna, azul y verde y rosa y amarilla y gris… Sí, de fino paladar, de sabores nuevos; todo un gusto. Sí, de cálido tacto en cada abrazo de su gente, amable y cercana. Sí, placentera para el oído, cautivado por los acordes tristes de una guitarra, por la sorpresa de un lenguaje nuevo, diferente, pero afable y distinguido; por el estrepitoso tranvía que te traslada a otro tiempo; por los ruidosos barcos que surcan las aguas hermanadas de río y océano, cargados de otros viajeros que vienen y van, que charlan, comentan y lanzan al viento un murmullo constante.
En mi ensoñación me preguntaba cuánto tiempo más podría seducirme todo aquel escenario; si quedaba aún más belleza oculta, más rincones por descubrir, historias por conocer y secretos que revelar; si habría acabado ya la conquista o, por el contrario, me enfrentaría a otra batalla de galanteo que me arrastraría sin voluntad. Presa y ajena a lo que me dictaba la razón, seguí los latidos del corazón, crucé puentes, divisé horizontes y me cubrí de brisa bajo el sol porteño. ¿No he pasado ya por aquí? —pensaba—. No, seguro que no. Y si así fuera, qué importaba; nunca sería suficiente, nunca habría bastante.
Puse rumbo a Boavista con el corazón henchido, pero con la fatiga sobre mis pies, mas no sobre mi ánimo. Era la hora de la tregua, de apaciguar el arrojo del guerrero en aquella mutua conquista de ciudad y visitante. Al caer la tarde contemplé un espectáculo sin igual: Oporto también se adueñaba de mí en las alturas. Desde el lugar donde me alojaba lamenté que el reloj no se detuviera en ese preciso instante. Levanté los brazos, cerré los ojos y colmé mi pecho con el aire fresco que traía el poniente. Sentí en la piel el céfiro marino del mes de agosto mientras me revolvía el cabello a su antojo.
Las luces de la ciudad portuaria dieron paso a otro paisaje fascinante, distinto al que había vivido, oído, tocado y saboreado durante toda la jornada. Me preparaba, pues, para otro espectáculo. En medio de la función, del magnífico desfile de luces y sombras, alguien comentaba eso de la belleza de lo decadente.
Así acabó otro día, aunque no la noche: en sueños, volvió el griterío de los niños correteando por la playa, el azul intenso; volvió la fina arena entre mis dedos, la grandeza del océano y mi pequeñez; y volvió la gaviota sobre el Duero, la que cazó el objetivo de mi cámara, sacudiendo sus alas, ligera, sin temor a adentrarse en otros confines, sin equipaje, ávida de libertad…
OPORTO
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