Sin una sola palabra

Sin una sola palabra

Muchas veces había jugado con otros niños en las vías del tren de La Barqueta, tras el muro de la calle Torneo, colocando sobre sus raíles chapas metálicas de refrescos para recogerlas después completamente aplastadas. Jamás había viajado en tren. Solíamos decir adiós a los pasajeros cuando éstos nos saludaban sonriendo a través de los cristales de las ventanillas. Poco podía imaginar que pronto yo sería uno de ellos. Uno de los que pudiendo saludar a través del cristal, preferiría no hacerlo, simplemente porque no sería feliz y porque tampoco me preocuparía que los otros lo fueran o no.

La mano de mi madre siempre es cálida. A veces coge la mías entre las suyas para darme calor y noto cómo poco a poco, el frío va desapareciendo. Esta vez también lo está. Caminamos en silencio. Con ese silencio que dice muchas cosas aunque ya esté todo dicho o ese silencio que es mejor que cualquier cosa que pueda decirse porque hablar puede suponer un drama añadido. Nunca discuto las decisiones de mi madre. Ella es sabia. Ella lo sabe todo y lo que no sabe lo adivina y siempre acierta.

Ha decidido que debo pasar las vacaciones escolares en el pueblo de mi padre, en un cortijo donde trabaja mi tía con su familia. Tengo nueve años y apenas los conozco, aunque sé que son buena gente. Me lo ha dicho mi madre y siempre creo todo lo que me dice. También me ha dicho que estaré bien allí. Seguramente será cierto.

No soporto la idea de estar alejado de ella durante tanto tiempo. Pero yo sé la verdad y la acepto. Sé que voy al pueblo para aliviar la situación económica de mi familia. Una boca menos que alimentar durante el verano. Eso es todo.
La enfermedad de mi padre ha agravado esta situación ya precaria. Los ingresos son menores y puede ser que la situación empeore aún más. Se supone que no debía saberlo pero no he podido evitar enterarme de todo. Dicen que soy un niño muy listo. A veces pienso que sería mejor no serlo tanto y con ello, ignorar muchas cosas tristes que amenazan a nuestra familia.

Desde el andén puedo ver las vías del ferrocarril mientras esperamos la llegada del tren que me llevará lejos. Pienso en que esas mismas vías que ahora servirán para alejarme, serán las que me traigan de vuelta cuando llegue el momento. Hay mucha gente que espera nerviosa la llegada de otros trenes, seguramente para recibir a los pasajeros; porque no tienen equipaje. Yo sólo llevo una pequeña bolsa de tela con alguna ropa y un bocadillo, aunque no creo que llegue a comer nada durante el viaje. Mi madre y yo permanecemos en silencio, sentados en uno de los bancos de la estación.

De vez en cuando mi madre me acaricia el pelo y noto el calor de su mano en mi cabeza. Sé que se siente triste porque me marcho. Yo también lo estoy pero no quiero que lo sepa. Pretendo disimular devolviéndole una sonrisa tan triste como la que ella me ofrece.

A lo lejos se oye el silbato de un tren anunciando su llegada. Creo que se trata del mío, pero ninguno de los dos tenemos prisa por levantarnos. Ya llegará y entonces será el momento de la despedida.

El tren se ha detenido y los viajeros comienzan a aparecer por las puertas de los vagones. Se detienen antes de bajar para intentar localizar a los que esperan y tras saludarlos con el brazo cuando los encuentran, corren para abrazarse a ellos. Luego emprenden su camino charlando animadamente.

Alguna gente ha comenzado a subir al tren. Nosotros esperaremos un poco más hasta que avisen de su salida.

Lentamente nos aproximamos al vagón que me corresponde. Estamos situados justo frente a la escalerilla por la que debo subir. Desde ella he visto sonreír minutos antes a los viajeros que llegaban. Ahora está vacía. Mi madre se agacha, me abraza en silencio y con su mano cálida apoya mi cabeza sobre su hombro. Intento rodearla con mis brazos para sentirla a mi lado. Sé que mi madre está llorando y eso hace que llore yo también, pero prefiero que ella no lo sepa. Las lágrimas corren por mis mejillas y caen sobre su hombro. No quiero que el abrazo termine.

Por los altavoces se oye la llamada para los viajeros anunciando la salida y antes de soltar a mi madre he limpiado mi cara con mis manos. Así parecerá que no he llorado. Me ayuda a subir y el tren comienza a moverse muy despacio. Con mi bolsa al hombro corro hacia atrás por el pasillo, tropezando con algunos pasajeros mientras otros se apartan sorprendidos para permitirme el paso. Intento recuperar la distancia que nos separa. Mi madre también camina hacia mí y parece que nos alcanzamos.

A través de la última ventanilla del vagón le digo adiós con mi mano en alto, mientras nos separamos. Me duele la cara de apretarla contra el cristal y me parece verla llorar, porque se tapa la boca con una de sus manos, mientras con la otra dice adiós.

Va perdiéndose en la distancia y yo también lloro sin disimular ahora que ella no puede verme. Mis lágrimas mojan el cristal y cuando la pierdo de vista, veo cómo han enturbiado el paisaje. Las casas, los árboles, las vías y los postes con cables corren hacia ella cada vez a mayor velocidad. Tienen suerte. Ellos se quedan. Yo me marcho.

Con el movimiento del tren, las gotas de mi llanto corren cristal abajo hasta colarse por la rendija y también desaparecen.

Si mi madre supiera de verdad lo que siento, detendría el tren en ese mismo instante. Si llegara a saberlo después, tomaría el siguiente para venir en mi busca. Estoy seguro. No quiero que lo sepa. No quiero que sufra por mí. Ya hay otras cosas que la hacen sufrir y que yo no puedo evitar. Esta sí.

***FIN***

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