VIEJA CÁSCARA, NUEVA MÁSCARA

VIEJA CÁSCARA, NUEVA MÁSCARA

Me siento ingrávido. Podría cruzar por encima del Río, de una cima a la otra de estos cerros crecientes. Ahora ya son montañas cubiertas por la nieve. El parque está cerrando pero me quedo a ver atardecer. Entre las altas cumbres, el Sol y la Luna brillan lado a lado con idéntica intensidad de fuego. De repente se funden. Una luz de atómica explosión recorre el cielo en un haz vertical. Abro los brazos, pleno de éxtasis cósmico. La luz se extingue: queda la Luna Llena, trepando por la noche, llevando al Sol adentro. De tanto masticarla, la Historia del Viaje terminó condensándose e invadiéndome en sueños.

Tenía 22 años cuando conocí la belleza y el rigor de la nieve. Fue en Mendoza, en primavera, cuando viajé a ver a mi hermano Martín, que estaba allá estudiando, y a La Renga, que daría un recital.

El primer fin de semana visitamos a una amiga de Martín que había levantado su cabaña en la precordillera. Su hospitalidad incluía buen vino, pastas caseras y una exquisita conversación. Tras tres días de sibaritismo, nos despedimos de ella a orillas del Río Blanco.

El plan era volver a la ciudad pero, estando tan cerca, me tentó ir hacia las montañas que veía en el horizonte. Sabía que allá había un refugio de la Universidad Nacional de Cuyo donde quizás pudiera quedarme. Mi hermano debía volver a la capital para sus clases, así que nos despedimos con nuestras voces reverberando entre los cerros.

Empecé a caminar hacia Vallecitos. Los pocos vehículos que pasaban hacían caso omiso de mi pulgar extendido. La tarde caía y me preocupaba que la noche me encontrara a la intemperie. Empezaba a maldecir cuando una frase alentadora se presentó en mi espíritu: «Confiá en el Hombre». Unos minutos después estaba en la caja de una camioneta blanca. Una familia numerosa iba en la cabina. Recorrimos las curvas que ascienden serpenteando por la montaña y me dejaron en el refugio de la Universidad.

No había nadie adentro de la gran construcción de piedra. Marcos, de un refugio vecino, me dijo que el casero no demoraría en volver, y así fue. Dormí solo en una habitación con treinta y seis camas. La mañana siguiente amaneció despejada, con unas pocas nubes rondando las cumbres. Decidí salir a caminar. Mi vestimenta era rutinariamente urbana. Calzado de fútbol sala y equipo deportivo. No tardé en desviarme del camino e internarme entre dos montañas, hundiendo mis pasos en la nieve. Desde abajo, los ascensos parecen más fáciles de lo que son…

Fascinado por la majestuosidad del paisaje, me aventuré a alcanzar una saliente de piedra en una montaña próxima. Una vez allí, una saliente más lejana me llamó. Y luego otra, y otra y otra… La capa de nieve que cubría el suelo se iba haciendo cada vez más espesa. Ya no encontraba en el fondo la firmeza de la piedra. A cada paso me hundía hasta las rodillas en una profundidad helada. Iba por el filo de la montaña, siguiendo las rocas descubiertas, pero entre unas y otras la nieve me llegaba por momentos hasta la cintura, obligándome a sumar el impulso de las manos a la escasa movilidad de mis pies.

Llevaba horas en plena Cordillera de los Andes y sentía arder mi cara. A los 22 años, descubrí cómo la nieve puede volverse un suelo de soles que multiplica por mil los rayos que bajan del cielo. Sin embargo, el sueño de la cumbre me impulsaba. Seguí subiendo hasta que un infranqueable muro de piedra se me interpuso. Era muy alto, no podía treparlo. Si quería seguir debía esquivarlo por la ladera de la montaña, donde no asomaban oasis rocosos y todo era profundo, frío y blanco.

Tiempo atrás había leído que el disco del sol y el de la luna llena ocupan el mismo espacio en el cielo terrestre. Aquella tarde, entre los picos de las montañas, unas nubes finas volaban con el viento a gran velocidad. Tras ellas pude ver, sin encandilarme, la perfecta circunferencia de un astro. Ahora que razono tranquilo me parece obvio que, estando yo al este de la cordillera, lo que veía era el atardecer. Pero en ese momento me asaltó la duda. Andaba sin reloj. ¿Y si el sol ya se había puesto? ¿Y si era la luna la que ascendía y la noche estaba a punto de caer? Todas las precauciones antes desdeñadas se avalanzaron sobre mí por encima de la muralla de piedra, y el miedo me invadió. Debía volver. Era urgente.

Bajé corriendo, resbalando, enterrando en la nieve mis piernas mal abrigadas. Vi mi cadáver flaco en el níveo sepulcro de la famosa muerte dulce… Apuré el paso. Llegué al refugio siguiendo a Luna, la perra negra que vivía en el lugar. Adentro, pegado a la estufa, señalé la montaña al casero, que dijo con asombro:

Marcos me reprendió severamente: «¿Sabés a cuántos han bajado de ahí, tan duros que hay que quebrarlos al medio para poder subirlos a una mula?». Caminé cuatro horas de vuelta hasta la cabaña de la amiga de mi hermano, con la cara roja como un diablo, según dijo al verme.

Le conté que había escuchado que el pelo aliviaba las quemaduras. Se me acostó al lado y me cubrió el rostro con su fresca cabellera. De vuelta en la ciudad, una gruesa cáscara de piel seca y muerta tensó mi cara durante varios días. Finalmente cayó, y pude lucir una máscara nueva en el reencuentro con mi amor de montaña.

Volví a mi país tras casi un mes en Mendoza. Aunque años después otro arrebato aventurero me haría pasar una noche de tormenta entre las sierras cordobesas, aclaro que no soy ningún apologista de la imprudencia. Por lo demás, ¿qué es el viaje sino la loca persecución de un sueño? ¿Qué es el sueño sino un viaje al interior de nuestra propia locura?

VALLECITOS, MENDOZA, ARGENTINA

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