Ofendida y temblando de incertidumbre mi mamá me baja del vagón.
El Guarda le ha dicho que el carnet de médico del personal ferroviario de mi papá no la exime de pagar su boleto ni el mío tampoco. Tengo unos cuatro años y el viento de la pampa nos desampara. El tren puede echarse a andar sin nosotras que hemos dejado de ser la esposa y la hija del Doctor. ¿Cómo ha podido ocurrir esta degradación?
Entre ripio y durmientes, los zapatos de tacos altos de mamá sufren para alcanzar la boletería de una estación vacía. Habíamos ido de compras a Junín o a Chacabuco quizás. Ahora, sin posición social,
estábamos a merced de la picardía del Guarda que nos miraba complacido desde en
los escalones del vagón. Su grito de ¡Váaamonos! hubiera podido dejarnos ahí
toda la noche hasta el siguiente tren de la mañana. La señora del Doctor y su
hijita comprando un boleto en medio de un atardecer en el campo, a la vera de
las vías. ¡Cuánta vergüenza! Mi madre tiembla como una hoja y es tanta su
humillación que sufro por ella. Su angustia es desproporcionada porque la ve a
través del cristal de su posición social disminuida.
Sus zapatos de cabritilla sortean los rieles de regreso al tren y ahí acaba mi recuerdo. Lo demás debió ser rutinario.
Hoy con 91 años encima, mamá se vuelve a poner nerviosa, porque conoce el desenlace de su último viaje. Lleva un año comprando el boleto y se niega a volver al tren. Busca escusas, recuerdos y preguntas absurdas. Su cobardía la tiene al pie del pescante y no da el último paso. Yo la miro impotente como cuando tenía cuatro años y soy de nuevo ese testigo incapaz de ayudarla a soltar sus miedos, aferrados a su condición de señora del Doctor.
Foto: Portal “Pueblos Buenos Aires”.
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