Mi latido esta un tanto allá.

Mi latido esta un tanto allá.

Muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir.

Macedonio Alcalá

El acto de escribir es solitario y no tiene horario ni tiene lugar. Sí puedo decir que tiene una
motivación, al menos en mí; vaciarme en letras, en ocasiones me entiendo, en otras no.

Pero no importa, igual me voy dibujando y al ir recorriendo espacios siento que voy dejando algo de mi olor por donde paso. Ese es el viaje, imaginario tal vez, que nació justo el día que respiré.

Y entre días pequeños, días grandes, aventuras, llantos acallados en almohadas,
ahí me fui haciendo un poco la que soy ahora.

Un día conocí un lugar hermoso, diferente al que ahora vivo. El recuerdo se quedó adherido en mí. La primer imagen que vi fue un zócalo lleno de globos de muchos colores y sentí un calor cuando era invierno, un calor inexplicable pero tan cierto. Cuando regresé a casa, en Monterrey, tenía algo en mi mente: el color.

Quise pintar mi cuarto de dos tonos contrastantes: naranja y morado. De manera
horizontal. Pero mi madre no me dejó.

Me quedé con las sobrecamas de manta, el tapete tejido en telar artesanal y en la ventana una ristra de jarritos de barro que hacían, según mi madre, mucha “tracalada” cuando el viento los agitaba.

No sé por que y no me interesa averiguarlo, pero tengo que dormir viendo por la
ventana, es como si mi alma se apaciguara al ver el cielo, al ir recorriendo mis días con la luna cambiante que me hace verlo todo en dimensiones: crezco y menguo, pero hay días plenos donde está llena toda y yo también.

Y así un día de luna llena, me prometí volver para vivir ahí.

Y llegué de nuevo a esa postal tan viva, del zócalo colorido con montones de globos enfrente a Catedral.

Llegue a una casa tan plana desde afuera y tan llena de vida por dentro, donde las flores sobrepasaban mi asombro. Tenía literalmente árboles de nochebuenas decorando las cuatro estaciones.

La gente cálida, elocuente. Ahí todo es elocuente, una palabra simple que dice mucho.

Ahora vuelvo al inicio, estoy en esa casa que deje hace cinco años, de nuevo en el norte, donde me siento de nueva cuenta en las escaleras a ver como poco a poco con amor el jardín florece, porque tiene que florecer, donde he colgado una serie de corazones hechos de copal y los jarritos de barro que no hacen tanto ruido como los que compré hace años.

Mi vida en Oaxaca fueron años que gocé mucho. Donde aprendí que la fe es propensa al lugar en que se vive. Donde las tradiciones son muchas y todas terminan en fiesta.

Hay un lugar especial que recuerdo, que quisiera revivir cada mañana. El camino de la calle de García Vigil. Un bello andador que por las mañanas luce fresco e iluminado, donde iba a dar a una iglesia hermosa, con un árbol inmenso que decoraba lo un tanto sobrio del camino.

Si de los viajes se aprende puedo enlistar muchas cosas. Aprendí a ser huérfana, aprendí a tener fe, aprendí a dar las gracias pero sobre todo a valorar la calma, los cielos pincelados, los globos de colores, la música abajo del laurel. Aprendí que el arte se desborda, que hay gente como yo, perdida en un mundo un tanto irreal, que pinta a la Virgen en los troncos de los árboles o rosas en las Iglesias.

Mi paladar se hizo muy selectivo, mi apetito voraz, la calma de los días se fue
haciendo una rutina que es la única que soporto.

Un viaje por Oaxaca, por un valle que es extraordinariamente bello, que quien
va queda enamorado del adoquín, del sabor, de la naturaleza.

Todo es fiesta y gran colorido. Aprendí de la calenda, el paseo del andador, el
arte típico del textil bordado a mano por horas y horas de trabajo. El atole
matutino.

Esto dista mucho de ser literatura, es para mí un tributo de dar gracias, por
esos años, donde alguien escribió que en esa tierra Dios nunca muere, y cuando entonan la canción, la gente se pone de pie y la mano derecha sujeta justo el latido del corazón.

Pero no importa donde viva, algo sé: mi casa es ésta, siempre lo ha sido. A veces soy tan hermética, a veces tan membrana, al igual que el cristal de la ventana fija, que delinea el mundo con luz que se refracta.

Andador de la calle García Vigil en Oaxaca de Juárez, México.

Fotografía de Cecilia Marrufo

Iglesia del Carmen Alto, calle García Vigil. (Oaxaca)

Pintando fe

FIN

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