Siempre he oído que el desierto es un lugar único, una tierra de contrastes, donde el cielo y la tierra parecen unirse en una comunión de espacios, dejando apenas un pequeño resquicio en el que permitir a la raza humana contemplar esa fusión y tocar el cielo con las propias manos.
No sé si esta definición la leí en algún lugar, la escuché de alguien o sencillamente la compuse en mi memoria tras mi fugaz contacto con una tierra desértica. Tampoco sé si todos los desiertos tienen esa característica, si se pueden definir con la misma norma, o si esta definición es válida para todos los transeúntes que van a descubrir esa porción del mapa, inhóspita, inmensa, ígnea, con sus montículos de arena y sus oasis. Lo que sé es que tras mi roce con ese lugar, mi vida cambió su mirada y todo, después de aquello, semejaba una nimiedad.
El lance empezó un día en el que una amiga y yo decidimos irnos juntas de aventura. No queríamos un viaje normal, si es que podemos llamar normal a cualquier viaje que hubiésemos hecho juntas, queríamos algo diferente, así que nos decidimos por Túnez, un país tranquilo, un circuito en autobús, con guía, donde poder visitar varias ciudades y entre ellas, descubrir ese lugar mágico, el desierto.
Un desafío para dos mujeres que juntas se podían comer el mundo, que juntas tenían una fuerza inexpugnable para hacer aquello que se propusieran. Juntas, tomaron ese avión hacia otro continente, África, y tras unas dos horas de vuelo en las que concluimos que el piloto aceleraba compitiendo con el tiempo para ganarle la carrera, circulando por caminos indefinidos con baches aéreos traducidos en sobresaltos, llegamos al destino anhelado. Pisamos tierra firme y nos aferramos a un asfalto humeante, que iba desprendiendo un olor que nos acompañaría durante toda la peregrinación.
La odisea tuvo comienzo en la capital, donde pudimos visitar las zonas más significativas entre las que destacan sus zocos, lugares con vida propia que conquistan a los viajeros, los atraen hacia los trasfondos de minúsculos receptáculos que albergan en su interior mil maravillas. Y en un despliegue de colores y tamaños te presentan ante los ojos los más surtidos artículos, dejándote con una mirada atónita que permanece intacta a cada paso que das.
El recorrido seguía su curso previsto. El itinerario se iba completando, ciudad tras ciudad, visita tras visita, primero por el norte, zona costera, con sus casitas blancas aderezadas con trazos azules, como fiel reflejo de un mar cercano, afable, una zona sin imprevistos, lugares pintorescos donde se empezaba a vislumbrar una forma de vida diferente, relajada, humilde, que no se dejó ver al desnudo hasta adentrarnos en las profundidades del país, dirección al sur, con sus pequeñas y distantes ciudades entre sí, donde pudimos convivir con la escasez de oportunidades combinadas con aromas surgidos de las entrañas de la tierra.
Nuestros cinco sentidos acudían a su sede central, en reuniones convocadas por la urgente necesidad nutricional, para decidir si ingeríamos los alimentos que nuestra vista y olfato hubiesen descartado sin más preámbulos, y que ni el tacto ni el oído eran capaces de discernir, y el gusto, apremiado por ocupar el volumen estomacal colmando un vacío temeroso, se arriesgaba a devorar los suculentos platos que nos presentaban tras haber visitado mercados plagados de efluvios mortales. Un sexto sentido acudía entonces y nos infundía una gran dosis de confianza invitándonos a saborear aquellos guisos, minimizando los aspectos visuales y olfativos grabados en nuestra memoria, dejando una anécdota anotada en el cuaderno de bitácora y permitiendo que cada bocado nos embargara de una placentera sensación gustativa, y entonces, melodiosamente podíamos tocar con nuestros ojos y escuchar a través de los aromas, lo que nuestro paladar saboreaba con delicadeza y deleite.
Saciados los más primitivos deseos, fuimos en busca de nuevas experiencias, que nos llevaron a probar elixires hipnóticos. Infusiones de té con hierbabuena o piñones, con sus vapores olfativos, nos alentaban a un movimiento de caderas al son de una música árabe culminando en una danza sensorial; licores resultantes de la destilación de dátiles suscitaban movimientos para perderse en un baile cadencioso tras las notas musicales endulzadas con pasión. Y tras las pócimas, la seducción del humo afrutado deambulando por los recipientes que albergaban las hebras aromatizadas aspirando salir por la boquilla desde los lugares más recónditos del cuerpo, propulsados en bocanadas, conquistaron nuestras pretensiones.
Y así, embriagadas de sabores y olores, nos imbuimos de esa tierra y de sus placeres, elevándonos al éxtasis en esa última estación austral, después de atravesar un lago de sal cristalina que penetró a través de los poros de nuestra piel provocando una limpieza por ósmosis.
Se despliega ante nosotras una inmensidad de corpúsculos de arena unidos, formando pequeñas acumulaciones aquí y allá, fluyendo según la necesidad de adhesión de cada momento. El día, regido por un sol ardiente, que nos arrojaba temperaturas cercanas a los cincuenta grados, nos condujo por caminos etéreos, a bordo de un todoterreno, a una montaña tectónica que albergaba un oasis en su interior paliando así los efectos flagrantes del calor.
Un camello se arrodilló ante mí exhortándome a subir en su joroba, desde la que le arengué mediante largas frases de agradecimiento, el permitirme subir a esa atalaya y poder admirar el esplendor que surgía de lanzar rayos de luz candentes sobre esos minúsculos granos que escondían algún tesoro que emergía como una efigie, asegurando ser un espejismo.
Y el sol fue dejándose mecer y acunar arrollado entre las dunas lejanas, cambiando su amarillo por un rojo intenso que paulatinamente, dejó asomar cuerpos y astros celestes, que resplandecieron sobre el negro de la noche. Fue entonces cuando pude sentir la conexión del cielo con la tierra, tocar las estrellas con un simple gesto manual y entrar en comunicación con otra dimensión, instantes que dejaron una huella indeleble en mis registros semánticos, formando mi propia definición de aquel lugar árido, el desierto.
¿O fue todo un espejismo?
TÚNEZ.
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