AQUEL VIEJO CAÑÓN

AQUEL VIEJO CAÑÓN

Juan Carlos

16/08/2016

La tremenda tormenta que arreciaba esa oscura noche, no conseguía amortiguar los
ecos que rebotaban sin cesar en el patio de armas del viejo castillo,
motivado por la carrera frenética y desesperada de un hombre.
Este consiguió entrar en ella burlando la entrada principal del recinto, la
cual estaba protegida por una rejilla de hierro grueso, cuyas oxidadas puntas,
dejaba margen a unos cuantos centímetros hasta llegar al empedrado suelo.
Buscó refugio en una tronera lateral. Intentó acostumbrar sus ojos a
la oscuridad reinante pero apenas podía alcanzar a ver el estrecho puente de
piedra que atravesaba el foso. Trató de calmarse, no debía dejarse llevar por
el pánico. El dolor del hombro casi no le dejaba respirar. Le habían disparado
por detrás mientras caminaba hacia el puerto. El tiro le había atravesado el hombro izquierdo y apenas podía mover el brazo. Con el pañuelo trató de taponar la herida y buscar un lugar seguro, fuere quien fuere, el que le había disparado, estaba seguro de que no dejaría su trabajo sin acabar.

Con la retina ya habituada a la oscuridad y a través de la intensa lluvia, pudo ver la escalera empedrada que recordaba haber subido hace muchos años en aquel viaje. Conducían al adarve donde la soldadesca vigilaba la fortificación. Recordaba sus cañones de hierro cobrizo y aquel tosco edificio donde estaba el faro.

Con el cuerpo encogido por el dolor subió las escaleras sin dejar de mirar atrás. Tal como recordaba, ésta conducía al adarve, el viejo camino de guardias, flanqueado por muros de piedra de un metro escaso. Un súbito relámpago violáceo iluminó el lugar una décima de segundo, lo
suficiente para ver el viejo cañón del siglo XVI erguido y orgulloso, apuntando
a ninguna parte frente a la mar embravecida y desafiante.

Fue hacia él apresuradamente y se escondió entre la base del cañón y el empapado muro de piedra que lo rodeaba, tal como hacía cuando de pequeños, él y su hermano David, jugaban a piratas y corsarios.

Parapetado en el bajo del cañón, se sentía un poco más seguro. Desde él podría ver quien entraba en el adarve desde la escalera. La lluvia no cesaba y el viento frío del invierno mordía su cuerpo,
cada vez más debilitado por la pérdida de sangre. Se llevó la mano derecha a la cintura y cogió su arma reglamentaria del cinto que portaba en el cinturón. Un dolor agudo lo dejó casi sin respiración. Sintió como se le empañaban los ojos. El relámpago vino de nuevo, iluminando la larga senda donde se apostaban los silenciosos cañones. Cuando llegó el trueno fue el momento que aprovechó para gritar…, gritar todo lo que no pudo hasta ahora. Aguzó el oído y sin apartar la mirada de la escalera, cogió la pistola que descansaba cerca de sus pies. Lo amartilló pero no le
quitó el seguro.

La escasa luz amarillenta que procedía del sobrio edificio del faro, le proporcionaba una suficiente claridad. Con la pistola firme en su mano derecha observó el viejo cañón azabache. Lo recordaba perfectamente. Está igual que cuando iba con sus padres a visitar la ciudad hace ya tantos años. Recuerda sus pantalones cortos con rayas rosas y sus pulcros zapatos
marrones…y lo guapo y jóvenes que estaban sus padres. Eran unas maravillosas
vacaciones en aquella ciudad antigua, donde el tiempo se detenía en el viejo
castillo. Las mañanas en la playa y las tardes en casa de la tía Elba. Las
noches eran para los paseos interminables por el puerto, viendo los barcos ir y
venir de la península. El viejo castillo con su eterno faro, erguido y
vigilante, testigo de sus muchas horas de juegos.

Un ruido áspero y cercano le despertó de la neblina de recuerdos en la que estaba sumido. Aguzó el oído hacia la dirección en que le pareció oírlo, y con el dedo pulgar deslizó poco a poco el seguro del arma. Instintivamente colocó el dedo en el gatillo. No estaba dispuesto a morir y menos ahí, donde su memoria rememoraba sin esfuerzo tantos retazos de su infancia que creyó
olvidados.

Los minutos transcurrían silentes y sin cambios. El viento aullaba con fuerza, recorriendo el adarve como un fantasma inquieto que busca su presa con desesperada felicidad. La lluvia había cesado y sentía en el aire, el respirar eléctrico de una tormenta en ciernes.

De nuevo vino el dolor, paralizante y desvastador. Apenas podía sostener su pistola que dejó caer cuidadosamente a sus pies. Trató de respirar profundamente el aire enrarecido por la tormenta y el salobre de la mar. Podía oir como las olas machacaban sin piedad las rocas
sobre las que pendía la muralla. Las gotas salinas salpicaban su rostro enrojecido, que el viento con su carga de humedad y salitre aliviaban. Al abrir los ojos, ligeramente empañados, se dejó llevar de nuevo por los recuerdos, podía ver a sus padres que se acercaban abrazados y a su hermano detrás de ellos, blandiendo su espada de madera, podía incluso oir con nitidez sus risas y los gritos de guerra de David. Fueron sin duda unas vacaciones únicas.

Dos fogonazos seguidos de dos estallidos secos sonaron de repente. Un relámpago violáceo iluminó la silueta del asesino que se acercaba poco a poco hacia donde él se encontraba, y vio que en su mano derecha portaba un revólver aún humeante.

Empezaba de nuevo a llover. Las gotas de agua fría en su frente. El aire húmedo, que lo
envolvía como una manta helada. Recordaba en ese instante el rostro de su madre que se acercaba a él ,cuando en ese mismo lugar se cayó jugando a policías y ladrones y se arañó visiblemente la rodilla. Pudo sentir las manos cálidas de ella, limpiando las lágrimas de dolor en sus mejillas. Trató de fijar la mirada en el viejo cañón donde su padre estaba apoyado, mirando la escena entre preocupado y divertido.

Todo a su alrededor se iba oscureciendo gradualmente, mientras su padre le tendía la mano para que, como siempre hacía, le ayudara a subir al viejo cañón y juntos disparar a alguna
parte del mar donde se encontraban los feroces piratas berberiscos.

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