Tras un ligero desayuno en la habitación 1101 del hotel Plaza de Los Angeles, cepilla sus dientes y entra al lavabo para deshacerse de una ligera molestia estomacal. Liberada del incómodo contenido se tumba sobre el enorme lecho.

Un asunto placentero le acecha, domina su atención. Respira profundamente, levanta su cabeza de la almohada; da un vistazo al alrededor y se mantiene por un momento erguida. Viene a su memoria el episodio de la noche anterior, la razón contaminada por el alcohol, el corazón arrebolado como nunca.

Una presencia, un peligroso aroma… la tibieza de un pie peregrino en ascenso,
la espuma de un jacuzzi… Sacude la cabeza como para espantar el recuerdo. Es
hora de bajar al lobby. Probablemente solo fue una broma de su imaginación la que en complicidad con el tequila sunrise alteró sus sentidos. Solo eso.

Recoge el bolso y se reconoce brevemente en el espejo, esbelta figura , guapa todavía. Advierte una leve tristeza en su sonrisa. Alisa con su mano la falda y abandona la habitación.

Al cerrar la puerta reconoce unos pasos, no se vuelve. Aminora su marcha. Una mano firme y cálida se posa sobre sus hombros desnudos… quema la piel.

Percibe su aliento, su perfume. – Hola! Un suspiro como respuesta.

La mano continúa con su ambición y adula su oreja y serpenteante roza su cuello, su espalda… Se detienen los pasos frente al ascensor, la respiración se inquieta, los cuerpos se aproximan peligrosamente, las pieles se reconocen y se impacientan.

La puerta del ascensor sella el espacio, el ímpetu de la fusión no da espera. Un nudo de extremidades y labios tientan, palpan, penetran lastimando la intimidad de los cuerpos que buscan su inflexión en los ínfimos minutos que trascienden entre los once pisos de recorrido.

La angustia del tiempo no detenido para el amor apresura la humedad de la piel y del deseo. No hay palabras solo besos sumados a caricias que urgen por concluir su viaje
antes del deternerse de la máquina. Once minutos que sobrepasan la inmortalidad y
luego… el sempiterno clímax, el éxtasis que nubla la razón, el punto infinito de lo finito. El pensamiento verdugo asesino del deseo proscribe sus restos rápidamente por la puerta hacia el mundo exterior que fiel cómplice de los amantes vuelve a su cotidiano girar.

El, indiferente, camina sin prisa y ella le sobrepasa distante. Un mareo la va enredando dentro de una comprensible sensación de culpa. Allana una vez mas su falda y se apresura para llegar al lobby.

Se dirige al bar en busca del regocijante sabor de un tequila. Esta cerrado, se apagan las luces y el camarero hace una señal de disculpa con la mano. De vuelta a su habitación advierte el molesto ruido del ascensor resultado de un pésimo mantenimiento. Tanto le mortifica que decide hacer uso de la escalera desde el
quinto piso. Introduce la llave digital y se detiene por un momento a contemplar la oscuridad que la precede.

Afuera, los veloces autos continuan su eterno recorrido hacia un destino desconocido, no tanto como el suyo: el aeropuerto!

Una vez mas, las noches llegan lentas, modestas y vacías, mira hacia la nada donde posiblemente se encuentran las cosas perdidas de su vida. Allí en el espacio está su pensamiento, su pasado, el tiempo en que vivió. Aun enmudecida, ahora quiere hablar pero nadie la escucha porque al abrir su boca solo salen murmullos imperceptibles de algo que debe decir y no puede. Hay tanto dolor en su mirada: la ausencia del futuro, la soledad acompañada, duelen.

Por esas cosas que sabemos explicables : el amor fue solo un hilo delicado y tenso acechado por las Parcas y su certera tijera. Una vez más antepone la amargura a la dulzura de los momentos efímeros e intensos y en la intimidad de su hogar escribe:

«Hoy te extraño tanto amor, tanto!

Extraño que tus ojos no se sorprenderan al encontrarme.

Extraño que tus manos no se enlazaran con las mías

Extraño la suave luz de la tarde que no caerá sobre nosotros
y no nos sorprenderá acechándonos .

Extraño todos los besos extraviados, las palabras que no diremos,

La copa de vino caliente que no esperará en el chalet de la montaña.

El fuego de la chimenea que no calentará tus manos, las ropas que no volarán entre besos, las mantas que no se enredarán mientras hacemos el amor intensamente rodando por el suelo.

La luz del sol que no nos despertará con sus primeros rayos, el canto de las aves que no escucharemos al alba.

La taza de café que no estará servida inundando con su aroma la mañana.

Extraño el olor de tu piel, el susurro de tu voz mientras no juegas con mi pelo, tus labios que no se deslizarán osadamente por mis hombros y mi cuello.

Las palabras que no me dirás, los abrazos que no nos daremos.

Los juramentos que nunca nos haremos.

Extraño no verte partir en la distancia con la promesa de volver a vernos.»

Los Angeles, California, 2006.

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