Tenía treinta años cuando llegué a mi penúltima empresa. Recuerdo mi primer día en el almacén, deslumbrada por su tamaño y mecida por el sueño de sucesivos ascensos que me llevarían a lo más alto.
Todavía hoy recuerdo el olor a medicamento y cartón, y al cerrar los ojos puedo escuchar el murmullo de las conversaciones de mis compañeros y el traqueteo del tren de las impresoras lanzando listas de recogida.
En aquel momento me consideré afortunada por entrar a trabajar allí a pesar de que la compañía pasaba por un momento delicado. Nuestra oficina, la filial española de un grupo farmacéutico holandés, hacía un último intento por sobrevivir tras cuatro años lucha con los acreedores y para ello había despedido a una parte de su plantilla que consideraba obsoleta y la había sustituido por gente como yo, más joven y barata.
Cuando me enteré de aquel trueque reconozco que no dediqué ni un minuto a pensar en aquellos hombres y mujeres que de repente se habían vuelto inútiles. Di por hecho que aunque pareciese una decisión dolorosa, las empresas debían tomar estas medidas para evitar males mayores, y me concentré en mi propio viaje al éxito.
Después de tres años estancada como asistente comercial, se produjo mi primer asalto a la cumbre. No era más que un montículo, “responsable de pequeñas cuentas”, pero para mí fue como escalar el primero de los catorce ochomiles.
Me fue bien. Tenía talento y comencé a cerrar acuerdos cada vez mayores que me reportaron felicitaciones y generosas subidas de sueldo.
Aproveché entonces para empezar a viajar por todo el mundo, absorbiendo los lugares que visitaba durante mis vacaciones con la misma intensidad con que vivía mi trabajo.
De este modo descubrí la belleza del fado portugués y de la llamada a la oración en Estambul, y me extasié de igual modo con el paisaje humano de la plaza Jamaa el Fna de Marraquech que con la sensualidad del barrio latino de París.
Viajar era vivir porque cada destino penetraba en mí multiplicando mis sentidos, que se esforzaban por aprehender todo cuanto percibían. El olor, el sabor, los colores, las tradiciones. La paz que me aportaban los viajes me permitía tomar conciencia de mí misma y valorarme con todo lo malo y lo bueno que poseía.
Lamentablemente, a medida que sumaba ochomiles, el trabajo fue devorando mi tiempo.
En el pequeño hueco que quedaba apenas cabía mi marido y nuestro matrimonio se resintió. Seguimos viajando juntos, sí, pero cada uno hacía su viaje, como desconocidos que coinciden en el mismo vagón.
Muchas veces durante aquellos años pensé decirle que lo sentía, pero siempre había un avión esperando, una reunión importante en algún lugar del mundo, y mi casa al fin y al cabo siempre estaría en el mismo sitio.
Nuestra empresa obtuvo las mejores ventas de Europa y recibió un premio de la matriz holandesa.
Cada año superábamos las cifras del año anterior, y sin embargo cada vez nos costaba más alcanzar los presupuestos pues la Dirección los incrementaba con independencia del mercado español, debilitado por altibajos cada vez más frecuentes y rumores que nadie quería escuchar.
Se produjo entonces el estallido de la burbuja inmobiliaria.
En dos días se hundieron las acciones de la empresa tras la quiebra de las constructoras con las que nos habíamos aliado.
Al descubrirlo, sentí un escalofrío pues yo había apoyado con vehemencia aquella decisión, en contra de otros compañeros, solo para halagar al presidente.
La empresa, en medio del pánico, buscó una solución rápida y me encontré, cuando estaba ya tan cerca del último ochomil, con una carta de despido.
Tras la caída vi cómo quedaban allí cientos de incompetentes, otros no tanto, pero estaba claro que alguien había decidido de repente que yo ya era una inútil por tener más de cuarenta y cinco años y un sueldo elevado.
Algunos excompañeros no tardaron en echarme en cara los halagos del pasado.
Nunca supe si fueron decisivos o no en mi despido, pero comencé a sentir el pellizco del remordimiento y me aficioné a tratar de cuantificar cuánto había de culpa y cuánto de mala suerte en aquel viaje al desastre.
Sumida en la tristeza, mi marido se volcó en mí, y decidimos seguir viajando juntos como dos peregrinos que se ayudan en el camino.
Él hizo todo lo posible para que yo disfrutara, pero la autocompasión lo abarcaba todo y enrollaba la Tierra en una malla deprimente que me impedía sentirla como antes. Las playas de Almería ya no eran hermosas, Bruselas sabía a chocolate amargo, los pubs de Dublín callaban…
“No”, me dije, y me propuse renacer para volver a pausar mi vida y quererla de nuevo.
La crisis pataleaba furiosa y escupía obsoletos como yo cada día. Unos desconocidos leían mi talento en un papel y me daban las gracias; después no volvía a saber de ellos.
Pasé muchos meses estrechando manos, sonriendo y poniendo buena cara. Un viaje tras otro al futuro mientras otros viajeros se apeaban y me animaban a rendirme.
Pero una mañana el tren de cercanías se detuvo tras un recorrido de apenas veinte minutos y tras dos horas en un pequeño despacho salí de allí más grande y más fuerte que nunca: acababa de firmar un contrato de trabajo; tenía cincuenta y un años.
Hoy hace una semana que regresé de vacaciones. Cuesta volver a madrugar después de unas semanas de descanso.
Cansada, dejo el bolso sobre la mesa y miro mis brazos aún morenos. Hay tormenta en Madrid, pero el sol de la Manga no se ha ido porque lo llevo dentro, y decido compartir con mi marido una cerveza checa que descubrí esta primavera. Sonrío.
Comienzo entonces a planear un nuevo viaje.
Dicen que Bogotá sabe a café y huele a orquídeas. Estoy deseando admirar sus esmeraldas y sus enormes montañas verdes. Mi marido ha jurado que no bailará vallenato conmigo, pero yo ya le he comprado el primer disco…
Foto durante mi viaje a La Manga.
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