«Nivel del mar», así rezaba un letrero escrito en inglés y en hebreo. Haciendo caso
omiso, el autocar siguió descendiendo por la pendiente. A ambos lados del
camino, colores escalonados, rojo, amarillo, morado, negro, formaban colinas con
planicies en la cima. Ausencia total de árboles, de casas. La vida de todo el
paraje se concentraba en un pequeño autobús ocupado por veinte personas con sed
y calor.
Algunos dormían con la boca abierta en sus asientos, la cara roja salpicada de gotitas de sudor. Dentro de no mucho tiempo estaríamos de vuelta, camino de los
exámenes de septiembre. Pero en aquel instante poco me importaba. Siempre me
había atraído el término «Oriente» y lo que entrañaba, desde los Reyes Magos
hasta «Lawrence de Arabia», pasando por las «Mil y una noches» que devoré de
niña.
No quería perderme nada de esa primera aproximación a Oriente que suponía el viaje a Israel. Ahora no sé qué apariencia tendrá todo aquello, pero en el verano del
66 la mayor parte de lo que veía parecía responder a «Oriente» en todas sus
acepciones: el desierto, el sol, la vida en tierra árida. Oriente eran aquellos
árabes con túnicas negras sentados a la puerta de las casas de Beersheba, la
capital del desierto, lo mismo que sucedía en San Juan de Acre, la ciudad de
los cruzados. Oriente eran también los judíos de cabellos largos, mirada triste
y tez muy pálida que te encontrabas a cada paso por las calles de Jerusalén;
judíos que habían llegado de Polonia, de Alemania, de Argentina. Ellos habían devuelto
a Oriente el Oriente que se llevaron hacía muchos siglos y que habían
conservado en países extraños; las callejuelas retorcidas y estrechas de Safed,
donde se refugiaron antaño los maestros de la Cábala, también formaban parte de
Oriente.
Y en ese momento, Oriente era la tierra seca, pintada de colores, extrañamente
acogedora, que parecía querer tragarse al autocar, diminuto dentro de su
inmensidad, y acunarlo en su interior. Con besos rojos, pardos, azules, bajo el
tórrido sol del mediodía, penetraba en nuestra piel, se filtraba como un vino
carnoso por los poros y producía el ardor que se reflejaba en las mejillas de los
durmientes.
Alguien gritó:
—¡Mirad, mirad, allá abajo! ¡El Mar Muerto!
En una hondonada se extendía una gran mancha de un azul muy claro. La bordeaba el color blanco de la sal que dejaba el agua al evaporarse. Al fondo, montañas y
colinas de un gris azulado. En la orilla más próxima a nosotros todo era arena
blanca y elevaciones de terreno coronadas por aberturas, como si se tratara de
diminutos volcanes apagados.
—Parece la luna —exclamó alguno.
Venía con nosotros un guía judío, Dani, un joven encantador de origen argentino, que nos explicó:
—Allí —señaló el mar— no hay vida, ni peces, ni aves, ¡nada! —Y añadió—: A la
izquierda podéis ver el lugar donde se cree que estaba situada Sodoma. Esa
montaña con forma de mujer dicen que es la mujer de Lot que, al volver la
cabeza, quedó convertida en estatua de sal.
—Vamos a bañarnos —propusieron.
Me daba un poco de miedo. Había oído decir que el escozor que producían esas aguas duraba tres días.
—En las orillas hay duchas de agua dulce —nos advirtió Dani—. Duchaos antes de
entrar en el agua y cuando salgáis, hacedlo otra vez. Frotaos bien, así no os
escocerá la piel.
El chorro salía a mucha presión, hacía daño, aunque se agradecía el golpe del agua.
Lo más desagradable era su temperatura: en aquel entorno nada estaba frío.
Nos metimos en el mar, saturado de sal, donde se flotaba sin ningún esfuerzo. Te
podías colocar en las posturas más ridículas y no te hundías. Lo que nos
pareció más divertido fue sentarnos y avanzar utilizando los brazos como remos
sobre el líquido denso y caliente. Cuando era pequeña, me encantaba jugar con
mercurio. Si un termómetro se rompía en casa, los hermanos nos peleábamos por
las bolitas plateadas. Me las ponía en la mano izquierda y luego metía los
dedos de la derecha dentro del líquido. Intentaba que se mojaran, pero era
inútil. La sensación del baño en el Mar Muerto se parecía mucho a eso, como si
el agua no mojara.
La noche cayó de golpe, una oscuridad total. El hotel estaba situado al pie de la
montaña de Masada, la ciudad fortaleza de Herodes. Al día siguiente
escalaríamos la cima. Una subida dura —actualmente se accede en funicular.
Me senté en la escalerilla de piedra que daba acceso al edificio. El conductor del
vehículo, un enorme hombretón al que llamábamos Goliat —no recuerdo su
verdadero nombre—, cogió una guitarra, se colocó a mi lado y se puso a cantar. Tenía
la voz gruesa, pero entonaba con suavidad y armonía. Su canto —en hebreo—
hablaba de Galilea, región en la que ya habíamos estado —muy diferente al lugar
en el que entonces nos encontrábamos—, fértil en viñas y frutales, una tierra como
aquella de la que la Biblia dice que mana leche y miel.
Detrás del hotel emergía la mole gris oscura de Masada, delante, negro, negro, negro, el Mar de la sal, como lo llaman los judíos.
Pon tu mano sobre la mía, yo soy tuyo y tú eres mía. Hey, hey Galia, hija de las montañas, ¡qué hermosa eres!
Y la noche sin luna nos envolvió. La tierra, el mar y el viento se identificaron con nosotros, o nosotros con ellos, cualquiera sabe. Parecía que el terrible Dios de Oriente, el destructor de Sodoma y Gomorra, moraba allí y se hacía accesible en la oscuridad. Incluso llegué a creer que, como un nómada, abría la puerta de su tienda fabricada con pieles negras de cabra para brindar hospitalidad al caminante.
ISRAEL: MAR MUERTO
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