Hoy es 12 de junio.

Comienza a anochecer. Las mesas en torno nuestro se han
llenado y vaciado varias veces. Hemos apurado varias cervezas entre anécdotas
ingenuas y comentarios. Todos hemos cambiado a fuerza de años aunque me sigue
gustando tener cerca mi gente.

José siempre fue el más previsible. Su voz desgastada por el tabaco era solo la
antesala de una personalidad un poco fragmentada y que parecía ocultarse
desesperadamente tras unas gafas oscuras. Si algo le caracterizaba era ese
empeño en intentar tapas sus debilidades incluso cuando el resultado, con
frecuencia, era justamente el contrario.

“Déjame atravesar el viento sin documentos, que lo haré por
el tiempo que tuvimos…”

Ariel, el argentino. ¡Qué grande! Yo le conocí en su fase
“heavy”, cuando llevaba sus pendientes picudos y las pulseras de cuero con
tachuelas. Era cómico verle entrar en algunos garitos, se diría que aguantaba
la respiración para no contaminarse con la música ajena a su propia regla. Ya
no le queda nada de sus greñas así que lo ha compensado con una perilla inmensa
e irreverente.

“Porque no queda salida, porque pareces dormida”

Ángel estaba sentado a mi derecha. No paró de hablar de su
hija. Le sentaba bien ser padre y sin duda fue el más claro y resuelto de
todos. Primera novia, esposa y no sé cuántos años después madre. Se nota que
con nosotros cerca también escapa un poco de su círculo cerrado de familia.

“Porque buscando tu sonrisa estaría toda mi vida”

Como ya dije, hoy es
12 de junio y sobre las diez de la noche dejamos la terraza. Como una corta
comitiva fuimos a paso lento hasta el coche de Ariel. Este año conduce él. Yo
transportaba el pequeño ramo de flores en una bolsa. Subimos al coche y los
comentarios se extinguieron. Fue un silencio respetuoso como fruto de un
acuerdo tácito. Con toda seguridad cada uno de nosotros buscamos refugio en
nuestros propios recuerdos de aquella noche de junio catorce años atrás.

“Quiero ser el único que te muerda la boca, quiero saber
que la vida contigo no va a terminar”

El 12 de junio de 2002, hace 14 años, el R19 de Camilo salió
despedido en un horrible espiral de vueltas de campana. Como un disparo
descontrolado. Fue una formidable madrugada en la que el cansancio nos había
acercado más unos a otros. Las luces cruzaban la carretera solitaria
deslizándose como parpadeos intermitentes sobre el coche. A lo lejos las
siluetas rectangulares de la geometría urbana y simétrica de la periferia
madrileña. Sonaba “Sin documentos” de los Rodríguez.

“Déjame que te cierre esta noche los ojos y mañana vendré con
un cigarro a la cama”

Hace catorce años Ariel, Ángel, José, Camilo y yo atravesamos
las barreras y quitamiedos de metal arrastrando la carrocería más de treinta
metros por el suelo del descampado de aquel km 19 de la M-45 que nos quedaría
grabado para siempre.

Aún veo los cristales brillando como un rastro de brillante
purpurina sobre el asfalto. Con una belleza imborrable y desconcertante. Luego
las sirenas inundando aquel kilómetro anónimo de noche. Luego unos brazos
tirando de mí hasta sacarme del coche porque quedé como paralizado. Aún seguía viendo
el rastro de diamantes amarillos, rojos y blancos en el camino pero incapaz de
articular algo con sentido en ese momento. Y escuchaba. Sí, escuchaba aún
“déjame atravesar el viento sin documentos, que lo haré por el tiempo que tuvimos…”

Aquella noche de 12 de junio perdimos a Camilo. No voy a
describirle. Cada uno le conservamos a nuestra manera en nuestra memoria. Cada 12 de junio los cuatro nos juntamos y
hacemos este corto viaje en nuestro recuerdo. Miramos las luces alrededor, las
luces de vehículos que pasan y que nos son ajenos. Depositamos unas flores por
nuestro amigo.

“Porque no queda salida, porque pareces dormida, porque
buscando tu sonrisa estaría toda mi vida”.

Carretera M-45 en su recorrido por el sur de Madrid

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