El heroico viaje del cobarde Kliment Vlasov

El heroico viaje del cobarde Kliment Vlasov

El tren partió de Moscú sin el boato ni el frenesí patriótico que había rodeado las primeras
despedidas de convoyes militares, pero dotado, sin embargo, de gran honra y dignidad. Aunque el mensaje oficial continuaba siendo de triunfalismo, no había ya ocasión para que nadie, ni soldados ni familiares, creyeran en un futuro inmediato donde pasearían con orgullo el uniforme del ejército imperial ante las tropas japonesas en retirada.

A la tristeza normal de la separación que se daba en cada embarque de pasajeros, se añadía el desasosiego propio de los que se despedían para quizá no volver a reencontrarse jamás.

Cuando mirar atrás en busca de un rostro conocido ya no tuvo sentido, pues hacía rato que se había desdibujado el contorno de la estación, Kliment Vlasov tomó asiento en uno de los vagones destinados a los oficiales, y procedió a ojear un viejo periódico que había guardado tras conocer la muerte de su camarada Nikolai Vasílevich; por mucho que se empeñasen en ilustrar la noticia con un dibujo de las tropas rusas avanzando con gallardía, la batalla del río Yalu había sido una derrota en toda regla.

Los combatientes asiáticos, lejos de adecuarse a la caricatura de la propaganda bélica de los primeros meses de conflicto – pequeños hombrecillos que vivían en casas de papel y perdían el tiempo en ceremonias del té – estaban resultando ser unos enemigos temibles.

El tren hacía días que había dejado atrás Moscú, y avanzaba con soberbia por la cuenca del Volga, donde los campesinos rusos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, apenas levantaban la cabeza para verlo pasar, mientras que, con el sudor en la frente, segaban el trigo que alimentaría a sus compatriotas, puede que incluso a sus propios hijos, el próximo otoño, seguramente también durante el invierno, pues la guerra no veía próximo su final.

Kliment Vlasov leyó por segunda vez la extensa carta que Alexandr Andréyevich, su amigo de la infancia, teniente del trigésimo noveno de dragones, le había remitido pocas semanas atrás desde el frente de Manchuria.

En la carta detallaba, con pelos y señales, nombres y apellidos, fechas y lugares, los desastres provocados por la incompetencia del alto mando, describía la desmoralización de la tropa alimentada por el desabastecimiento de víveres, y predicaba sobre el sinsentido del sufrimiento humano, y por ende, sobre el sinsentido de la misma guerra.

Vlasov había pensado tras una primera lectura que aquellas eran las reflexiones propias de un cobarde, de un traidor, de un quintacolumnista.

Pero de inmediato se había censurado por juzgar a su sensible amigo con tanta dureza. El propio Vlasov había conocido en los cuarteles multitud de oficiales ineptos y corruptos, ¿por qué razón habrían de comportarse con eficiencia y honradez en el campo de batalla?

El tren proseguía su camino, avanzando con valentía, desafiando a los Urales, dejando atrás la Rusia europea, hogar de aquellos hombres que, paridos con dolor por las madres rusas en todos los rincones de los dominios del zar, llenaban los abarrotados vagones de mercancías.

En una parada escucharon la terrible noticia por boca de unos peones: la Armada imperial había sido hundida frente a Port Arthur. Aquello afectó a todos, pero Kliment Vlasov, que era tan patriota como cualquiera, sintió que por encima del orgullo herido, le dominaba una emoción primaria; quizá no era un hombre tan valiente como había creído.

El tren seguía su camino, avanzando con fingida arrogancia a través de la inmensa taiga de Siberia en dirección al Amur. La locomotora engullía la madera talada con esfuerzo por los leñadores rusos en aquellos vastos bosques.

En un apartadero, Vlasov había visto el interior de un tren hospital que se había detenido a cargar leña y agua. Cuerpos mutilados, cegados, todavía convalecientes de las graves heridas de guerra sufridas.

Vlasov no entendía porque sometían a aquellos muchachos al tormento del transporte.

La mitad moriría por el camino.

Camino del hogar, sí, pero todavía muy lejos de él.

Quizá el viaje les proporcionaría esperanza y fuerza para sobrevivir. Volver a ver el rostro de la amada, de la madre, de la granja que no hubieran abandonado jamás de no haber existido la ambición del zar y de sus ministros de añadir Manchuria a los dominios imperiales.

A Vlasov, en cambio, el tren que le separaba del propio hogar, le provocaba justamente la sensación contraria: desesperanza, temor y angustia. Por ello, bendecía cada nuevo atraso que se producía en su marcha, asumiendo que cada hora que se hallaba lejos del frente, era una hora más de estar alejado de las balas, de la metralla y de los obuses japoneses.

El tren por fin se encarriló titubeante por los raíles del transmanchuriano, penetrando en los confines del dilatado imperio. En aquel tramo, trenes y hombres compartían el camino, y a veces, el destino. Un hombre moría abatido por una bala japonesa, y un tren descarrilaba al pasar un tramo de traviesas podridas.

Desde la vía pudieron ver las largas columnas de hombres y bestias. A veces no se sabía si iban o venían; cabezas bajas, rostros vendados, muletas improvisadas, oficiales escrutando con sus prismáticos en todas las direcciones, preocupados porque el enemigo podía atacar desde cualquier lugar en cualquier momento.

En Yentai el trayecto en tren tocó a su fin. Tuvieron que marchar a pie hasta Liaoyang, ya que la línea estaba inutilizada. Muchos asumieron que debía haber sido tomada por el enemigo.

Un mes más tarde, un exultante Taro Takahashi fue llevado por la misma locomotora que había tirado del tren que llevó a Kliment Vlasov desde Moscú, capturada tras la victoria en Sha Ho.

Durante el trayecto, Takahashi vio a campesinos trabajando en sus campos, a mujeres llevando a sus niños a la espalda, a carreteros llevando arroz y otras mercancías de aquí para allí. Aquellas tierras, aquel arroz, aquellos hombres, mujeres y niños, servirían a los soldados japoneses, que estaban conquistándolos en nombre del Emperador, para mayor honra de su patria y de sus antepasados.

RUSIA, SIBERIA, MANCHURIA.

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