Durante mucho tiempo se había mantenido observando impasible el transcurrir de la vida de los demás, desde su rincón favorito en las alturas.
Escudriñándolo todo con vista de halcón. Había presenciado tanto, terribles acontecimientos de muerte y destrucción, como tórridos momentos de amor y deseo, sin poder entender el significado de estos, ni el motivo que los desencadenaba.
Muerta por la curiosidad, había acosado a su padre. Insistiéndole que le explicara, qué era lo que por los ojos manaba cuando sus almas eran ascendidas o cual era el deseo que los empujaba con tanta fuerza a juntarse dos cuerpos. Por qué el querer algo del prójimo los llevaba a matarse entre sí cuando había presenciado, por otro lado, el desprendimiento de otros de todo cuanto poseían por individuos de su especie que a veces ni conocían. Y qué eran aquellas cosas que les salían a algunos en las manos tras trabajar la tierra.
Pero su padre, sereno e impasible a sus perseverantes interrogatorios, le contestaba siempre lo mismo:
– No es algo que a nosotros nos incumbe. ¡Está prohibido inmiscuirse! – terminaba por decirle al ver que aquello no saciaba su ansia de conocimiento.
Asqueada, perseguía a sus mayores en busca de respuestas, que a veces obtenía de fuentes directas o escuchando, como el mejor de los espías, a sus hermanos y hermanas que cantaban a los cuatro vientos sus hazañas y devaneos con los seres inferiores. Que era como solían llamarlos.
Comentarios que tan solo hacían crecer sus ganas de saber más de aquella especie que poblaba la tierra.
Incluso en una ocasión, aburrida por la falta de información se arrastró hasta los aposentos de Amaltea, la que antaño fue nodriza de su padre y que ahora reposaba sus días confeccionando los ropajes de oro y seda que este lucía, para intentar sonsacarle el secreto que aquellos escondían.
– Niña, eso no son asuntos ….
– Que a nosotros nos conciernan, lo sé…Todos me lo dicen por doquier – la interrumpió resoplando, sentándose a su lado – Solo quiero saber ¿qué es lo que les mueve a estar vivos? Según mi tío Ares, es la guerra y la conquista de otros lugares, lo que los guía. Según mi prima Afrodita, el amor por la vida misma es el sentido que los llena. – Enunció – Pero yo creo que hay algo más, ¿ por qué si no mi padre los protege y guía?¿ Por qué escucha sus lamentos y plegarias y los sacia? – La miró con cara dulce y melancólica – Quiero saber más de ellos para poder entender a mi padre. ¿Es malo eso nana?
Amaltea la miró fijamente a los ojos y no pudo, como nunca había podido, resistirse a su encanto. Confesando que aquello que ella anhelaba solo podía satisfacerse al tomar un cuerpo humano y vivir entre ellos. Pero eso estaba prohibido y se castigaba con el olvido. Solo los dioses con más poder eran capaces de bajar a la tierra con cuerpo humano y vivir entre ellos. Ellos e Ilice, una pequeña alma que vivía entre los dos mundos, le explicó.
– Mis hermanos no permitirán nunca confesarme el secreto que los hace terrenales -pensó- Pero Ilice, sí podría.
Y salió corriendo de la estancia, dejando a Amaltea sumida en sus pensamientos, mientras presa de la alegría cruzaba estancias sin mirar con quien se cruzaba, hasta llegar al otro lado del monte Olimpo, donde unas puertas oscuras precedían al hogar de Hefesto.
Con los ojos muy abiertos, henchida por la emoción de estar más cerca de su destino, miró las puertas con incertidumbre. Sus mayores le habían contado historias horrendas de monstruos terribles y hornos que escupían lava, alimentados por las almas que el inframundo torturaba con la esclavitud.
Encogida, esperando a que algo le saltase encima se adentró precavida en la estancia, relajándose poco a poco, al comprobar que se trataba tan solo de un atrio enorme compuesto por múltiples columnas de mármol, que era alumbrado por centelleantes bolas de fuego que manaban de esculturales brazos de piedra incrustados en la pared.
Más serena, comenzó a andar por la estancia en línea recta con la puerta, hacia una zona de esta que parecía más sombría y de la que partía torpemente escavada en la pared, una escalera de piedra y tierra que se sumergía en los entrañas del monte. Al empezar a bajarla notó como comenzaba a manar cada vez con más intensidad un olor a azufre mezclado con sudor y metal, a la vez que el calor iba en aumento en la enorme estancia, calentando progresivamente su suave piel aterciopelada.
Apoyándose en la pared con una mano fue descendiendo la interminable escalera, mientras se tapaba con la otra la cara para evitar el hedor casi nauseabundo que manaba de las entrañas de la tierra. Hasta que al llegar al último escalón fue sorprendida por Ilice que la había estado observando.
Volviéndose hacia ella, le explicó sus intenciones y el por qué de sus anhelos. Y ésta picaruela, accedió a concederle su deseo pero con la condición de que le entregara a cambio el colgante de ambrosía que llevaba al cuello.
Echándose mano al colgante titubeo unos instantes, pues aquel era lo más preciado que tenían los dioses, su divinidad, pero su deseo era tan fuerte, que de un tirón seco se lo cambió a esta por un frasco que bebió a toda prisa.
De momento el amargo contenido comenzó a fluir por su cuerpo quemándole las entrañas. Asustada pidió ayuda a Ilice que impasible la miraba sonriente mientras todo su cuerpo iba cambiando al igual que su alrededor.
Su piel se volvió oscura, sus sedosos ropajes se tornaron andrajosos y su etérea divinidad se volvió pesada y angustiosa. Un dolor insoportable le presionaba el pecho y creyó perder la consciencia cuando una bocanada de aire le abrió los pulmones haciendola regresar a la vida. Mostrándole que había aterrizado en el oráculo de Delfos.
Maria Rosa Toledo Martín. Basada en mitología griega
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