Tenía 35 años y el sueño de recorrer el mundo, pero, jamás me había cruzado
por la mente la idea de recorrer mi país, me sentí una apátrida, sentí que no lo valoraba ni le daba importancia; así que con ese puñado de dinero ahorrado me subí a una avioneta que más que emocionarme, me hacía sentir que moriría perdida en la selva con su «va y ven», pero finalmente llegué a Canaima y nos hospedamos en un campamento indígena donde recargaría las energías y recuperaría mi valentía para iniciar uno de los viajes más emblemáticos de mivida con destino: mis raíces.
Nos levantamos muy temprano al día siguiente y fuimos divididos en tres grupos para recorrer el río Carrao:
Grupo 1: Turistas Extranjeros;
Grupo 2: Grupo de Turistas Canadienses, y
Grupo 3: Turistas criollos (venezolanos) y los insumos de higiene personal y alimento de todos los grupos.
Este recorrido lo haríamos en curiaras (botes de madera con motor) hasta una de las cascadas más hermosas del mundo: El Salto Ángel. Para resumir el viaje en curiara, puedo decir que para nada inició de una manera placentera, pues, mientras los grupos1 y 2 disfrutaban atenciones y poco peso en su curiara, nosotros los criollos del grupo 3 debíamos bajarnos cada cierto tiempo a empujar la curiara porque el motor podía averiarse con el fondo de piedras y la corriente inclemente, que por cierto se llevó poquito a poquito las zuelas de mis botas dejándome descalza el resto del viaje, así que con los pies adoloridos, mi bota jugueteando con los peces, el guía indígena gritándonos como si fuéramos esclavos y un cansancio inexplicable, odié mi viaje, odié un país que parió a un ser tan despreciable como ese indígena que me gritaba y lamenté haber desperdiciado mis ahorros en Venezuela y no en Miami.
Ya al borde del desagrado y convertida en un monstruo antipatriótico, sentada en la curiara viendo mis pies que me miraban con furia, un par de libélulas azules pasaron muy cerca de mi nariz y se reunieron en la cabeza de mi compañera, las vi por un buen rato y por fin pude sonreír, esa ridícula y hermosa escena me devolvió el ánimo «¿Cómo voy a perderme la inmensa belleza frente a mis ojos porque no resulta tan cómodo este viaje como esperaba?» y mi corazón gritó «»HORA DE AVENTURAS PATRIAS», me reí y me eché un chapuzón, el agua era tan fresca y limpia que con su corriente se llevó mi mal humor, vi el cielo y toda esa naturaleza que me rodeaba y el corazón echó un chispazo, renacía ese amor atolondrado y seguro de que nací donde debí crecer, de repente se asoma en el horizonte imponente, susurrante, misterioso e inquietante Salto Ángel, viendo tanta belleza entoné un GLORIA AL BRAVO PUEBLO Himno de Venezuela, con lágrimas en los ojos, grité:»Es mas hermoso que las fotos de mis libros», lamenté haber odiado mi tierra y le abrí mi corazón y brazos de par en par (literalmente).
Me tomó 45 minutos subir hasta el pozo de aquella cascada que hacia arder
mi corazón, en ese recorrido perdí la cuenta de los árboles que abracé, los animales que escuché, las piedras que acaricié y los latidos de mi corazón acelerado y me sentí tierra y arena, me sentí el Turpial que con su canto arulla la mañana, me sentí espuma de mar y vi raíces salir de mis piés y arraigarse a esa tierra, no pude evitar llorar y le dije ¿Qué te estamos haciendo Venezuela?, respiré hondo y volé.
Mi viaje de regreso fue más relajado, la curiara menos pesada ya, navegó tranquilamente dejándonos disfrutar de esa mundo perdido, admiré el cielo y le hablaba mi corazón enterrado en ese río, el viento me susurraba en un dialecto muy nuestro que ahora debía seguir mi camino con otra mirada; el campamento no recibió a esa mujer quejumbrosa e intoxicada de mundo, recibio a una mestiza orgullosa, con su ADN compartido y repleto de Araguaney y Orquideas, de «Arpa, cuatro y Maracas», tambór y sonrisas.
No he vuelto a viajar a Canaima, pero viajo diariamente a la idea, al sueño, la esperanza y el deseo de ver sanar a mi país.
Venezuela, gracias por recibirme incondicionalmente en tu seno.
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