La última voluntad

La última voluntad

Iván Blue Doc

26/07/2016

En 2015 murió mi mujer. Nueve meses y medio después de ser diagnosticada con un carcinoma epidermoide. Un tumor agresivo que iba a ser fácil de eliminar con la quimioterapia, pero que fue letal para ella. Treinta y cinco años, runner convencida, nunca fumó, ni probó el alcohol. Le encantaba viajar y estaba loca, en el buen sentido… Se metía en el mar y desaparecía por horas. Decía que iba hasta la boya nadando, y siempre me tenía pendiente del horizonte. Era una soñadora. Juntos hicimos viajes maravillosos. Desde Los Ángeles, California, a Gran Cañón en Arizona, de Boston a Chicago… Ahora estoy viajando a Estados Unidos para concretar los flecos de su última voluntad. Antes del cáncer, ambos estábamos inmersos en un tratamiento de Fecundación In Vitro. Dos embriones congelados de calidad A en nuestra tercera FIV no le pudieron ser implantados, y ahora era mi decisión y su deseo, que hacer con ellos. El aeropuerto de Logan, en Boston es uno de los más aburridos de los Estados Unidos. Ahí estaba su hermana. Nos abrazamos, y después de seis meses noté como algo de calor entraba en mi corazón.

-Vamos a por ello ¿No?

La burocracia entre EEUU y España para trasladar dos embriones congelados entre Madrid y Boston fue lo más absurdo que nunca me había ocurrido. Hice el viaje a Boston, con dos células congeladas en mitad de un proceso de réplicacion, y aún así, hablaba con ellas como si algún día fueran a ser alguien. Numero 1 y número 2, ajenas a su destino, hicieron las siete horas de vuelo, sin mediar una palabra, lo cual no me extrañó. Quería viajar con esas células por todo el país, igual que lo hice con su madre, y contarles mil anécdotas de nuestros viajes. Pero en fin, eran solo dos proyectos de ser humano, y que saliera adelante era todo un milagro. Mi cuñada accedió al trato desde el primer momento en el que sin esperanza ninguna le comenté la voluntad de mi mujer. Eran hermanas, y se querían mucho. Si ese barco llegaba a algún puerto serían hijas-sobrinas, suponiendo que numero 1 y número 2 fueran chicas.

No me podía imaginar a ese barco llegando a ningún puerto. Ni siquiera podía imaginarme a dos barcos llegando al mismo puerto. Y ahí estaba yo, mirando por la ventana del coche, aquel Boston que siempre resultaba amenazante en los meses de invierno. Ya había algún hortera que se anticipaba a la Navidad y tenía el porche de su casa abarrotado de adornos. Como decía mi mujer, occidente sufre de un narcisismo asqueroso.

Numero 1 y número 2, fueron implantadas con éxito en el útero de mi cuñada, al día siguiente que llegamos los tres a Boston. Ahora había que esperar quince días. La terrible beta-espera. Para unos infértiles de campeonato como éramos mi mujer y yo, ciertos términos, como la Beta-espera, eran de lo más normales. Durante los próximos quince días yo no tenía nada más que hacer. Salvo alquilar un coche en un país desconocido y cruzar nueve estados para llegar a Arizona. Esta vez no llevaba ni la ilusión, ni el equipaje que uno se lleva a hacer turismo. Llevaba lo básico para vestirme y asearme, y un recipiente de cobre. En la agencia me dieron un Ford 4×4 de esos que no venden en Europa. También fue lo que pedí. Quería que las posibles tormentas de nieve no fueran un impedimento para llegar a mi destino. La camioneta Ford y Motel 8 serían mis compañeros de fatiga. Ellos y el diálogo continuo con las cenizas de mi mujer. Ella bromeó el día que el médico le dijo que su cáncer no tenía cura diciendo que lo mismo dijeron de su baja reserva ovarica y de mi pobre recuento espermatico. Y después de todo este tiempo se estaba abriendo camino la vida.

Tras dos interminables días conduciendo llegué a Colorado. Decidí hacer una parada técnica en Boulder, una ciudad en la que los estudiantes se pagaban sus matrículas con marihuana para fines médicos, legal en ese estado. Fue mi primer porro en años, pero lo necesitaba antes de despedirme de ella. Esa noche lloré por los dos. La vida fue injusta uniendo a dos personas tan perfectas la una para la otra, y tan imperfectas médicamente hablando. Con su reserva ovarica y mi teratozoospermia podíamos repoblar Marte, me decía siempre en broma.Por fin llegué al parque natural del Gran Canyon. Ver los trajes de los rangers me hizo acordarme de lo ridiculos que nos parecieron cuando los vimos por primera vez hace años. Aparqué el coche en una de las paradas y con mis zapatillas de andar, mi urna y mi mochila me encaminé hacia el abismo. La primera vez que nos asomamos los dos a mirar hacia abajo, ya dentro del Gran Canyon, mi mujer me advirtió que a veces, el abismo te atrae.

Yo en aquel momento no necesitaba mucho de su empuje. Me abracé a la urna y miré al vacío. Los ojos se me llenaron de lágrimas y casi no podía ver el horizonte cuando sonó el móvil. Olvidé haberlo puesto en modo avión. Miré la llamada y ví que era mi cuñada. Cogí la llamada. Me senté donde pude. ¡¡Dos!! Miré la urna, la abrí y solté su contenido. Ví como las cenizas esparcidas se dispersaban de la forma menos majestuosa posible. Me despedí. Dí la vuelta hacia el coche. Nunca volví a mirar atrás.

BOSTON-COLORADO- ARIZONA

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