El tren engullía traviesas y paralelas metálicas con la velocidad abrazada a los vagones. El convoy traqueteaba con indolencia mientras una pasajera llevaba con resignación monástica el encogimiento de sus pies entre unos asientos que una vez fueron abatibles pero que ahora estaban en inmutable posición adornados con unos ceniceros obligatoriamente cerrados para colillas furtivas.
Su figura era espiga entre ventanas ferroviarias. Sentada en el vagón 106, asiento 23B, junto al pasillo. Tejanos desgastados en roturas abiertas como heridas de algodón y dejando entrever su fresca sensualidad bajo un jersey con rayas azules blancas y rosas. Había pensado poner sus pies cansados sobre el asiento delantero, pero la mirada inspectora y juez de la vecina 23A la hicieron desistir.
Vaya con la señora! pensó. Una mujer peinada con caracoles peluqueriles con olor a laca compactante y con una mirada que parecía perderse hacia el paisaje (pero que a ella no la engañaba), escudriñaba a los demás viajeros a través del reflejo del cristal.
Prefirió olvidarla y con grácil saltito se irguió retomando el equilibrio entre los movimientos del vagón. Su agilidad la adentró puerta a puerta, vagón a vagón, entre perdones y gracias, hasta el lavabo con señalítica icónica. Cerró la puerta y ensanchó sus pulmones con un cigarrillo prohibido pero liberador que acabó siendo humo diluido por humo de cerilla a falta de ambientador . Una pausa para luego salir aderezada de normalidad colocándose disimuladamente el cabello en señal de timidez.
Buscó señales, ya no de humo, sino de aromas que le llevaron hasta el vagón restaurante que se abrió a su paso con el rótulo de las múltiples posibilidades de degustación.
– Un café, por favor- surgió de su boca dibujando una micro-sonrisa entre las comisuras.
La camarera de profesionalidad contrastada colocó un platito, sobre con azúcar , palito para remover y la taza de café en un Ale Hoop circense que ella aplaudió interiormente como una chiquilla.
El sabor Colombia/arábigo del café se mezcló en el vagón con una pareja acaramelada que cruzaba despacio hacia sus asientos y con el señor que leía “El País” de manera concienzuda. Era de esos tipos que no les gusta perder el tiempo mientras pierden el tiempo leyendo temas que poco le importan y que al final siempre acaban embobados en las páginas de deportes y que ,al mismo tiempo, está pendiente de un teléfono de inteligencia más que cuestionable.
Al fondo, el despistado que intentaba encontrar su centro de gravedad, pero que cuando parecía que ya lo tenía, lo acababa perdiendo a golpe de movimiento de vagón.
Sin olvidar a la pareja tradicional, esa que sigue la tradición en la cual ella está mirando la carta de bocadillos mientras él lanza la suya con el rabillo del ojo al eterno femenino que le rodea y que rápidamente se difumina cambiando a : Yo no he hecho nada al tiempo que pide un mixto de jamón y queso.
El café ya era historia y debía volver a su asiento, pero el recuerdo del vecino 24 B pasillo, dando una disertación nivel excelencia de la comparativa de alimentos saludables contra el fast food foráneo (aunque realmente era un comercial gastazapatos de una marca de chorizo de baja calidad) y la señora con peinado de caracolillos inquisidores, le hacía aferrarse a aquella barra salvadora.
Siguió sentada, cual esfinge babilónica y en un acto de valor pidió un whiskey salvaje. El botellín enano, a juego con la barra, fue depositado por la camarera en un nuevo Ale Hoop, con cubito de hielo incluido.
Las esencias alcohólicas recorrieron su boca y cayendo en un perfecto clavado, traspasaron las rayas azules, blancas y rosas del jersey transformándose en un cálido vapor de leve retardo temporal y relajación introspectiva.
El whiskey místico le hizo recordar aquella antigua leyenda que le gustaba oír en la voz de su añorado profesor de historia del arte. Esa que hablaba de Antalya, y de aquel Rey que buscó el paraíso en la tierra, una historia que dormía olvidada en su mente tras dosis sutilmente administradas de rutina en la oficina de los ríos de la nada.
Sus ojos de pestañas alargadas en rímel, se abrieron y cerraron con la rapidez de las alas de un colibrí mientras la luz de un pensamiento brilló con serenidad.
¡Cuántas biografías estaban compartiendo su espacio/tiempo con ella! Todo lo que le circundaba tenía sentido, era importante.
Atrás dejó el espacio de comodidad que la envolvía pero que no dejaba respirar y transpirar lo que ella era realmente. El colibrí en alas batiendo curiosidad debía volar sin tener una planificación tipo Travel tour que asegurase el éxito. Había que saltar al vacío y sin red, sin que le atemorizase ser mujer caminado en su escogida soledad. No importaba de donde venía, tan solo buscaba llenarse con esos momentos donde el paisaje se había convertido en ventanal de cuadros con horizontes cambiantes de color y luz en aquel tren que avanzaba en un casi perpetuo movimiento.
Luego atravesaría un mar en un barco que la esperaba con tensión de maromas y seguiría hacia el Sur. Un enigmático Sur. Allí estaría su pequeño gran sueño, en el valle del Zat, un paraíso perdido en mitad de las montañas de un puzle geográfico marroquí.
Meses más tarde, en un lugar del mundo, un antiguo profesor de historia del arte, ahora jubilado recibía una postal timbrada con unas simples frases:
Llegué a mi Antalya. Gracias. Elisa.
MARRUECOS
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