Municipitinerario absurdo de Madrid a Granada

Municipitinerario absurdo de Madrid a Granada

La ilógica recomienda abandonar el refugio de los gatos por el raíl de la intensa solidez aunque obligue a voltear el himno poco antes de alcanzar el epicentro de la convulsión cómica.

Desde la narcosis de las legañas, enseguida le gané sabor al madrugón, manipulando las nubes. El hermano de Caracalla, huido del libro de latín de segundo curso, emergió de vellones hirsutos, tal como lo dejé guardado. Color diana marmóreo, doy fe, se lanzó en mi persecución hasta el valle mahometano que precede a los dominios del más ilustre maquetista de pozos. Allí se detuvo brevemente a dar sombra al juez labriego, para volver a asirme la atención en el paladar de una hipérbole.

De entre dos barrios fronterizos con la luna, vi florecer un pretoriano emboscado. No pude sino esconder el asombro cuando, en vez de extender el brazo hacia su césar, empujó el cielo con fingido tembleque, como si estirase del extremo de un muelle, a fin de alzar el telón de una tragedia. Sobre el charol de los cúmulos me senté a observar el acto. Al borde del pomar, una vaca lagrimeaba sin consuelo ante la fotográfica tortura de sus virtudes. Múdela, gritó el soldado, e inmediatamente cambié de escena a la res, componiendo a toda prisa un marco de enajenación propio de las violetas.

La gloria se precipitó a lanzar sabuesos contra la fábula. Al instante, la fantasía fue desterrada junto al espíritu de Napoleón, pero el trance a la realidad se detuvo fugazmente en el sonido de tropas medievales. Entretanto, las sombras romanas que me habían acompañado empezaron a despojarse de sus cuerpos hasta reducirse al tamaño de un gua, a medida que el raso tomaba posiciones y nos deponía de su territorio. Ellos desaparecieron y yo aterricé en la entrada del sur, dentro de la nostalgia articulada del clan mayúsculo. Se me llenaron los oídos del eco en gerundio de Alaska y los Pegamoides, previo al desquite de Alarcos. La polifonía viró la imaginación, rumbo al abolengo de los hombres jorobados. Los encontré dedicados a desenredar rosarios de ajos adheridos a las fuentes divinas. Fuera de mí, mezclada entre ellos, oí cómo imploraban reposo en el campo del hada gigante. De inmediato, los ruegos fueron respondidos. Poco a poco se la vio acercarse, presta a darnos acogida.

Desde lejos, distinguimos con claridad un cartel inmenso, unido a la argolla que la ciudad portaba a modo de llavero, donde se leía: «Bienvenidos a los aposentos, patrimonio de la costilla del alambre, de la humanidad, y, por ende, de todos ustedes. Feliz estancia».

F I N

En los bocadillos se esconden los nombres reales de las localidades, distorsionados en el texto.

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