Ni a tu familia ni a la mía le hizo ninguna gracia la idea de un casamiento exprés, no se lo esperaban, de un mes para otro.Volver a casa, cada cual a la suya, no cabía en nuestras neuronas que no dejaban de conspirar para encontrarnos.
Tu padre se confesó en tu última visita al verte acompañado de una extraña con pintas de progre pero resultona. y me advirtió de lo difícil que sería vivir contigo por si colaba y me arrepentía, En un paseo a solas, mi madre, creo que por primera vez en la vida y con cierta formalidad, susurraba nuestras diferencias… Ella no pudo saber que estaba colada por ti, que estaba segura de que quería pasar mi vida contigo, que me encantaba como te quedaban los vaqueros, como advertía tu presencia de aromas de vetiver, tus zapatillas rotas de pijo, como me besabas y que el frío que tenía en los huesos a veces, desaparecía a tu lado. Con esto, que debió caerles tan de repente, no se les ocurrió ni comprarme un vestido. Sin más, cada cual se organizó para apañarse el suyo y se olvidaron de la novia como si una decisión así me otorgara autoridad e independencia.
Tú en Santander y yo en Almería nos apañamos para pedir papeles, buscar una iglesia a mitad de camino, invitar por teléfono a algunos amigos y a los imprescindibles de la gran familia. Eso era todo. Hace treinta años. Lo peor fueron los zapatos; no hubo forma de encontrar en un rato tan pequeño unos que combinaran con un traje hippie que tu madre me regaló y me estorbaron todo el tiempo.
Como nuestro amor era lo único importante de la aventura, el plan “viaje de bodas” estuvo relegado a ser tomado en cuenta en último lugar. Quizá cuando hubiera pasado la ceremonia podríamos decidir qué haríamos; en realidad no era complicado: contábamos con un coche de cuarta mano que olía aún a ovejas porque el último dueño lo usó para transportarlas cómodamente del redil a la casa de su propiedad cada día hasta que se dio cuenta de que este pequeño artefacto era incómodo para tales individuos, un coche que tenía a bien arrancar y despegar si la pendiente estaba dispuesta en dirección a su delantera, que se había cansado de marcar permanentemente la velocidad a la que rodaba por pura vagancia y que él a más de noventa o cien kilómetros-hora no pensaba correr y menos si la carga superaba determinado número de objetos.
Dispusimos de una tienda de campaña para dos, dos sacos de dormir, dos mochilas, algo de dinero (no suficiente), una compra de supermercado que superaba las quince latas de cosas, unas cuantas barras de salami, pan bimbo, galleta, unos briks de leche, algunos vasos de plástico, un cuchillo y un sacacorchos, varias cintas de casete y, entre ellas, la última de Víctor Manuel que nos aprendimos de memoria en los primeros dos días de viaje:
«Por tus cinco sentidos se podría ir muriendooo …. el camino para mí siempre es nuevooo….»
Nuestro amor de antes no necesitaba nada más; el calor no quemaba, la distancia no existía y decidimos llegar a Zaragoza y de allí a Barcelona, Gerona e iniciar un recorrido mágico de playa en playa por la Costa Azul hasta Niza que es «como un anfiteatro que mira al mar».
Traspasamos los Pirineos gironenses por La Junquera a Le Perthus con un subidón de adrenalina ante los deseos contradictorios de nuestro motor viajero de quién dependíamos en pendientes maravillosas y de vértigo, rodeados por vaivenes de un verde espectacular bajo un cielo de agosto limpísimo, en curvas de asfalto que nos recordaban los scalectrix del parque de atracciones…y bajadas lentas o rápidas que dejaban cosquilleos en el estómago, hormigueos en las piernas, mareítos en la cabeza y, en ocasiones, revuelos de deseos.
Las playas y calas hermosas, inescrutables, increíbles: Colliure, coqueta pesquera azul, faenando en tu mirada; En-Vau, golfo entre cabos, el mar que se derrama; Calanque de Sormiou en caricias tostadas y recientes; Port Miou estrecha y transparente, besos, susurros; Calanque de port d’Alon.
Todo bien hasta Marsella. Unos kilómetros antes de avistar su poderío se había nublado el mar y a los faros de nuestro buga les costaba resplandecer. Cayó una tormenta, nos empapó la cena, el saco de dormir y apagó las estrellas de la noche. Empinada. Colapsada. Grandiosa. Nos pedimos por primera vez el divorcio. ¿Marsella? ¿Qué tiene Marsella?
Fue entonces cuando Niza se nos volvió inaccesible con sus colores deslumbrantes y espíritus: su arquitectura, Chagall y Matisse, las flores y frutas del mercado, los anticuarios del Muelle, la place de Masséna se quedaron escritos a mano en un folio siete veces doblado. No nos quedó más remedio que iniciar la vuelta, dejar caer por las colinas las ruedas con la arena pegada y el olor a sal, las manchas de la hierba en los pantalones, la piel tostada al natural, los huesos doloridos, las rodillas , las caderas, los hombros, el ánimo incierto de lo que seguro que no es fácil. Aix en Provence, Nimes, Montpellier, Narbona, Carcasona, pasaron como estrellas fugaces por nuestro cielo nocturno. Nos encontramos en Andorra con la cartera al límite y la tarjeta sin números a la puerta del Gran Hotel Palace.
Aún conservo intacto el olor de los paisajes, la tierra y el mar, tu olor. Mi piel guarda la marca de tus manos, Se ha quedado para siempre en la memoria de mis ojos la transparencia exquisita de las aguas, las curvas, los pinos negros y abetos del Pirineo, la zarza y el acebo en los bosques del norte, el Ebro y los robledales, las rectas que se acercan y alejan al recorrido del Segre; la mirada perdida en el horizonte del atardecer que descubre Madrid a lo lejos en un infinito dividido, una casa en ciernes, el porvenir.
(Si, hace treinta años)
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