Cuenta que tampoco es que trabajara demasiado en su vida, y que ahora menos todavía, según dice. Pero si la ves, con 85 años recién cumplidos, tan peinadita y todavía pizpireta, y alguien te narra su historia, le preguntarías a qué llama ella trabajar.

En época de posguerra, llevar el peso de una familia de seis hijos, darles techo, comida, atención y estudios, sobrevivir a la muerte de un hijo en plena juventud, continuar adelante sonriendo, abriendo paso para sí y para los otros… ¿No es eso trabajar? Trabajar no es sólo sentarse en una reunión, o gestionar asuntos, o pasar horas frente al ordenador, o sembrar y cultivar un campo; trabajar es también adueñarse de una actitud frente a la vida que te permita avanzar y ser feliz de acuerdo a tus circunstancias, sin pestañear.

También los jóvenes de ahora trabajan sin descanso. Quizá no hayan formado una familia todavía o no deseen hacerlo o no puedan, y ni siquiera tengan una vivienda en propiedad cuya renta han de afrontar cada mes; pero mantener una lucha continuada para optar a un trabajo digno, acorde a sus sueños y que les alcance para formar una vida propia, requiere de mucho esfuerzo, tesón, vuelta a los estudios, aceptar trabajos insatisfactorios y empezar la andadura una y mil veces.

Ella lo sabe, cuenta con que esa será su historia, diferente a la de su madre octogenaria, y acude fiel al último trabajo conseguido hace poco y del que espera salir pronto al encuentro de otro más afín a su formación y esperanzas. Hoy camina bajo una lluvia intensa, tiene el coche aparcado al final de su calle y teme que la carretera pueda estar inundada y llegue tarde al trabajo. Lleva trabajando ocho meses en esta nueva empresa que le supone, con una gran diferencia respecto a otros empleos anteriores, un esfuerzo desmesurado y muy poca recompensa anímica y material. Ya se lo habían ofrecido años antes, cuando la crisis económica era todavía incipiente y podía elegir entre otras opciones de trabajo más amables. Sin embargo, pasados los años no tuvo más remedio que aceptar, y dando mil gracias a la vida por esta oportunidad, sabiendo lo que supondría para su bienestar emocional, firmó un contrato absurdo mientras las manos le temblaban y el corazón se le encogía. Ese mismo día salió llorando llamando a su mejor amiga, para no perturbar a su marido, quien tampoco había encontrado su lugar en la ciudad y trabajaba por horas como entrenador personal en un gimnasio.

Para una mente soñadora y un corazón altruista pasar horas frente a un ordenador, tecleando entre decenas de pantallazos, a un ritmo vertiginoso y sin apenas descansos, para atender a clientes descontentos con una empresa que cotiza en Bolsa y que explota a sus trabajadores pagando el salario mínimo, es como encerrar a un ave exótica en una jaula proporcionalmente más pequeña a la expansión que necesitan su mente y su alma.

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Sin embargo, continuaba. Seguía cumpliendo con su trabajo y soñando y esperando una mejor oportunidad. Finalmente aquel día de lluvia llegó tarde, la autovía había quedado anegada por el agua y el único acceso al polígono en el que se encontraba su lugar de trabajo estaba colapsado. Haciendo gala de serenidad, esperó, puso la radio, llamó a sus compañeras y les pidió que avisaran a su jefe de que llegaría tarde. Como ella, otros tantos llegaron con cuarenta minutos de retraso. Al rato, un email de parte del jefe les decía que tendrían que recuperar esa hora. Algo indignante, pensó. Aquello significó para ella el espaldarazo que necesitaba para cambiar su destino una vez más.

Rebuscando entre sus papeles y en los directorios de sus móviles antiguos encontró, al fin, el teléfono de un antiguo compañero de la facultad del que sabía que pertenecía al sindicato de la empresa en la que trabajaba. Nerviosa, marcó el número y le contó mil y una de las situaciones que se vivían allí a diario. Consciente de que las condiciones laborales eran realmente mucho más duras e injustas en muchos países del mundo pero sorprendida por el conformismo cobarde que percibía en sus compañeros resignados, y agotada ella misma por la falta de tiempo, de horas de sueño, de ilusión y de perspectivas, les prometió a los del sindicato que haría un escrito para presentar a alguna comisión que quisiera investigar el caso, si es que se producían denuncias por parte de trabajadores que hubiesen sido injustamente expulsados.  

Por un tiempo más continuó allí. Un día cualquiera, recibió una llamada al móvil durante el trabajo, acudió, volvió a su sitio a recoger sus cosas, miró de reojo a sus compañeros, lanzó una mirada de complicidad a las dos únicas amigas que allí tenía y, sintiéndose feliz, salió de aquel lugar sin mirar atrás y sin el más mínimo desconsuelo.

Hace unos días le llamó su amigo del sindicato. Le contaba que gracias a su testimonio, y al de algún otro, acerca de las condiciones laborales que había vivido y presenciado en aquella empresa, se había creado un comité de control y estaban intentando regularizar algunos derechos de los trabajadores de allí.

Sonrió para sí misma, orgullosa y satisfecha, con la sensación de haber aportado un solo grano de arena. Quizá eso pudiese favorecer a sus antiguos compañeros, aunque quizá ella no llegara a enterarse de su repercusión ni tampoco ellos llegaran a saber que sus palabras sirvieron de algo. Todo eso da igual.

Hoy ella retoma su camino de nuevo, esperanzada y con la certeza de negarse si vuelven a ofrecerle tocar fondo. Siempre se nos aparecen oportunidades para vislumbrar el límite de cada uno, y ella aprendió a reconocer el suyo.

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