Suena el timbre de la puerta de mi despacho una mañana cualquiera. Un mismo timbre puede tener distintos sonidos según el dedo que lo pulse. Reconozco el sonido receloso del joven que llega para dejar su currículum, en lo que supone, otra estación de parada más en su vía crucis particular.
En su cara adivino una vergüenza disimulada, un perdón por las molestias y lo que es peor, unas esperanzas rotas y la indignidad que supone buscar un empleo a cualquier precio.
Quiero recibirlo personalmente, no me importa el tiempo, tengo interés por saber qué piensan esos jóvenes de su futuro incierto, de ese mal llamado “mercado del trabajo”, cuando el trabajo no es una mercancía, y sí un derecho de personas.
Con voz retraída y con la desconfianza propia de quien ha sido abandonado a su suerte por una sociedad que no ha sabido darle respuestas, me cuenta el gran esfuerzo y el camino realizado para ser, la que proclaman, la generación mejor preparada de la historia de este país, teniendo que asumir, que pasará a engrosar unas listas de desempleo que suponen un auténtico bochorno.
Cuando se marcha, cuidadosamente coloco ese currículum en un sitio donde se amontonan otros que llegaron antes. Cantidad de vidas y de esfuerzos que en ese sitio duermen el sueño de lo injusto. Nada puedo hacer, una desilusión e impotencia recorre mi cuerpo. Al sentarme, apesadumbrado, caigo en la cuenta de que en ese sitio, en ese rincón del despacho faltan dos currículum más, dos vidas más, dos esfuerzos más, los de mis hijas, que a buen seguro, están abandonados en otro lugar parecido al mío destinado a amontonar sueños rotos.
FIN
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