Hacía poco me había puesto a trabajar para una empresa de Tel Aviv, pero todo era a distancia. No los conocía: ellos querían a alguien que empezara el negocio en Sudamérica, y yo necesitaba el dinero. De golpe mi mundo laboral se redujo a estar en casa encorsetado contra el laptop en la mesita de la cocina, los codos tensos y los dedos ligeros tipeando detalles, la lumbar perfectamente apoyada contra la silla de metal, los pies descalzos contra un bloque de hielo: mi estado físico no era el mejor.

Desde esa postura ridícula veía desfilar los mails como misiles, como si estuviera en una trinchera y mis enemigos fueran borrosos. Sin radio pasillo ni máquina de café, sin caras reconocibles, mi único vínculo con el trabajo era el texto en una pantalla, una «call» cada tanto, o espiar gente en LinkedIn. A veces la ventana de la cocina temblaba con las ráfagas de viento invernal. El motor de la heladera zumbaba de golpe, como cambiando el humor. Eran pequeños sismos locales que anticipaban los aullidos de Natan en el teléfono.

– Nacho, estamos preocupados! Ya pasó un mes y no hay resultados! Recuerde que a usted lo mediremos por sus ventas!

El Español de Natan era inentendible pero eficaz: su voz me provocaba acidez. Me inclinaba hacia la heladera y tomaba un vaso de leche mientras escuchaba con sumisión su letanía de urgencias. Yo era un peón inmóvil en ese ajedrez de gerentes y directores remotos. Intenté recordarle a Natan unos viáticos pendientes, pero apenas me escuchó. Ellos ya estaban en Ben Gurion saliendo para San Pablo, y yo debía encontrarlos esa misma noche. De pronto iba a conocer a esa gente tan  preocupada por mi desempeño. Puse en una mochila el laptop y salí con lo puesto, pues la pequeña felicidad de clase turista y laboral es viajar ligero de equipaje.

No hay mucho que contar del avión. Llegar a San Pablo es rendirse a la mezcladora de cemento que son las autopistas. La ciudad te aprieta en el asiento del taxi, te obliga a que la contemples durante horas y te suelta tarde, lejos y doscientos reales después. Salí al vapor aullante de la  avenida: millones de personas empapadas marchando al unísono, buscando la nueva estación del Metro, donde seis pisos de escaleras mecánicas te separan del infierno paulista. Pasé luego por ese vestigio de jungla que es el Parque Trianon, donde la quietud y las sombras del cretácico miran de reojo las torres de metal. Allí estaba el Tívoli: vidriado, oscuro y encantado. En el hall del hotel se escuchaban los pájaros resistiendo desde la jungla.

Me hundí en el sillón a esperar hasta casi quedarme dormido. De pronto apareció Natan con su séquito: hubo un murmullo de zapatos, sonrisas, y presentaciones. El guardia que venía con el grupo sacó un aparato amarillo y lo agitó sobre el grupo, anulando móviles y posibles micrófonos, como si un nuevo ritual se celebrara entre las ondas electromagnéticas y las compañías de seguro. Pasamos a un reservado, podíamos empezar a hablar.

El vino comenzó a fluir acompañando a bocaditos de camarón y panes de queso. Uno de los ejecutivos, algo achispado, dijo algo inconveniente. Natan inclinó su cabeza con disgusto; al cabo de unos momentos de silencio, volvió el diálogo con cierta incomodidad, como una hamaca que retorna al equilibrio. Hubo pescados lánguidos y crustáceos eficaces. En el otro extremo de la mesa hablaba quedamente una mujer muy hermosa.

Natan nos vigilaba. Los años le han dado a su cabeza la forma de un casco de ciclista, brindándole acaso mejor aerodinamia para su gestión de queja perpetua. ¿Será la gravedad del planeta o la del negocio la que oprime sus cuerdas vocales mientras recita el presupuesto? La charla se hizo intensa, con rápidos consensos en Inglés minados de exabruptos en hebreo, a los que yo asistía con perplejidad. Estaba cansado.

Descubro que la mujer se llama Rinat. Se sienta a mi lado cuando el guardia se retira hacia la puerta. El vino deja entrever en ella cualidades que me asustan y agradan en partes iguales. Le pregunto qué significa su nombre, y se refiere parcamente a lazos, nudos y alianzas.  Su voz suave se derrama en risa, me aclara que ella es muy persistente en sus propósitos.

El guardia me mira con benevolencia, como perdonando excesos de compañerismo. Natan revisa indignado la cuenta y anota el gasto en su libreta. Rinat se acerca más y me dice algo que ya no entiendo. El mozo recibe el pago y celebra en exceso nuestra visita. Rinat es puro tendones, sudor tenue, perfume caro, y tiene una cualidad que me termina de convencer: entrecierra levemente los párpados por un instante de más al terminar cada frase. Estoy seguro de que es una yegua de cuidado, que corre veloz en las grandes ligas, y que comparte conmigo gustos inconfesables.

La reunión termina. Nada se ha resuelto, nada tiene sentido, pero no importa. Rinat me toca el muslo y me susurra algo en Inglés acerca de lo exótico que es estar aquí. La cabeza me da vueltas, siento sus encías aplastadas en mi alma, yo empujándola contra la pared y ella dejándose hacer con mansedumbre, mis manos apretando sus tobillos de potranca palpando cada tendón, tensando las cuerdas del encuentro. Ella cierra los ojos y parece pedirme que me haga cargo, que olvide las reuniones, los clientes, los viáticos no compensados, las heladeras zumbantes; en fin, que deje esa vida agazapada de trincheras laborales. Por un momento Rinat fue todo eso y más. Pero entonces Natan estalló:

– Qué pasa con usted, Nacho? Estoy preocupado, me parece que no me estuvo escuchando. Qué le parece si revisamos ahora sus objetivos?

De nuevo hubo un silencio, y ya era tarde. Nos fuimos caminando lentamente hacia la Avenida Paulista. El calor no cejaba, y las chicharras esperaban la lluvia igual que hace un millón de años, rechinando sus partes.

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