Cuando Javier Zárate se puso al frente de la Notaría encontró una oficina pálida y mustia. Gracias a su  carisma y perspicacia, ésta se transformó en un próspero negocio que atraía a clientes de todo el centro histórico, donde se ubicaba la oficina, y posteriormente de toda la ciudad.

Zárate  llegaba a su despacho a las siete y media, a esta hora tenía las ideas claras. A medida que la mañana avanzaba, el ambiente se tornaba más ansioso y la mente del abogado se fusionaba con el ajetreo de la oficina. Los clientes llenaban de solicitudes todos los espacios. Los empleados aumentaban frenéticamente la velocidad de su trabajo. La secretaria sacaba cientos de fotocopias, lanzando regulares alaridos de regaño a alguno de sus compañeros. Cuando el ruido llegaba a sus máximos decibelios, generalmente alrededor de las once de mañana, Zárate ya no tenía ánimo de trabajar. Entonces se acercaba a la ventana, desplazaba levemente con su dedo la persiana y observaba lo que él consideraba como el mejor espectáculo: aquel caótico paisaje donde todos los movimientos de los personajes y de las máquinas se alineaban para alcanzar su firma sobre un papel, aquello le causaba un profundo placer.

Aquella mañana el Notario bebió un sorbo de café antes de sumirse en la lectura concienzuda de los documentos. Al concluir, buscó su pluma dorada en el bolsillo  de su camisa y  la acercó al primer documento revisado: un contrato de compraventa. Como era su costumbre, sin rozar la hoja dibujó una figura caótica y rítmica a la vez, como si se tratara de calentar la muñeca para el acto solemne que estaba por llegar. La pluma cayó delicadamente sobre el papel y se detuvo en seco, la danza nerviosa que trazaba la rúbrica imposible y pomposa de Zárate no empezó. Sorprendido soltó el esferográfico, estiró su mano y la examinó lentamente por todos los ángulos, no sentía ningún dolor y no presentaba ningún problema de movilidad. Tomó nuevamente la pluma y retomó un intento. Esta vez con mucha dificultad logró plasmar un garabato, la figura graficada le pareció un elefante aplastado. Tendrían que traerle otra copia del documento porque ésta ya no servía.

Cambió la costosa pluma por un corriente lápiz de papel e inició una larga sesión de  intentos sobre un bloc de notas. Llegaba bastante bien hasta el garabato aéreo; sin embargo, al momento de asentar el lápiz sobre el papel su mano se bloqueaba totalmente o partía en cualquier sentido lanzando trazos que poco tenían que ver con su rúbrica. “¿Qué me pasa?” se preguntó, sintiendo como el temor iba creciendo al igual que  las melodías de un concierto de la sinfónica nacional, en un inicio aisladas y bajas y luego cada vez más poderosas, más presentes hasta imponerse sobre toda su existencia.

Devorado por la ansiedad, Zárate salió del despacho y ante la mirada sorprendida de los clientes, de un brusco empujón abrió la puerta. Al salir, tomó una larga bocanada de aire que vino cargada de smog y rezagos de frituras. Sintió nauseas. Caminó sin rumbo por las calles que se iban dibujando ante su paso. Abrazado por la muchedumbre multiforme, Zárate se sintió reconfortado de ser uno más en una marea de angustia colectiva.

Pasó algunos días en aislamiento total. Refugiado en su casa, esperaba con ansias que terminen los días pues guardaba la esperanza que la noche fuera capaz de llevarse consigo su calvario y que el nuevo amanecer trajera de regreso su firma. Sin embargo, cuando los primeros rayos iluminaban  ligeramente su cuarto, no necesitaba tomar un lápiz para saber que su firma no había vuelto.

Al quinto día de encierro, mientras leía en su sofá el Reader’s Digest, el Notario fue envuelto por un pesado sopor y cayó dormido. Se veía flotar en una amplia habitación de techos altos y paredes blancas, no había puertas ni ventanas. A su alrededor, flotaban miles de hojas notariadas, papeles cubiertos por extensos textos tatuados por su firma con espesa tinta obscura. Abrumado comenzó en vano la búsqueda de una salida. Se desplazaba con dificultad, al tiempo que retiraba las hojas que se pegaban a su rostro. De repente, distinguió  a lo lejos una hoja en blanco. Apresuró sus movimientos hasta llegar jadeante ante ella. En el momento en el cual la tomó en sus manos, inmediatamente  se transportó a un campo abierto, totalmente vacío, donde no se distinguía ni una sola planta, ningún ser, únicamente la tierra marrón bajo sus pies se extendía hacia el horizonte infinito, cobijada por un cielo celeste despojado de nubes. En medio de la inmensidad, él estaba  totalmente solo y sostenía una hoja en blanco. 

Despertó sin miedo y ligero, como si acabase de llegar al mundo. Un hombre nuevo, sin pasado y sin firma venía de nacer.

FIN

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