A parte de su oficio, doña Lola a la que todos llaman Lamento, también conocía el de costurera y aún a día de hoy es capaz de hacer vestidos a base de girones de otras prendas. Afirmaba orgullosa que, aunque eran pobres como las ratas, jamás su hijo llegó a la escuela con un roto ni con una mancha. Pese al cansancio y al dolor de su flaco cuerpo en vez de acostarse decidió hacer sueño a base de cansar aún más sus ojos con las agujas y el hilo.

  • ¿Para dónde tú vas tan de noche?

  • Ay, mamita linda, es viernes. ¿No querrá que me quede en la casa?

  • Pues no estaría de más que se quedara con su vieja madre una sola vez para variar.

  • ¡Vieja dice!, ¿cómo se le ocurre? Si cada día usted está más bella y más joven.

  • Zalamero, ¿a qué hora piensa volver? Mire que cuando me levante lo quiero en la casa.

  • Claro, que sí. Si no me voy a demorar, usted ya verá. Voy un ratito hasta la Media Luna y me regreso.

  • Usted haga lo que quiera como siempre, pero no se me meta en líos. Y no me vaya a pasar por el Pedregal que allí no se le perdió nada. ¿Me oyó?

  • La oigo, la oigo. Se me acuesta pronto, que la veo cansada.

  • ¿Cómo no voy a estarlo? Hoy vengo de llorar cuatro entierros, tres de poca cosa en el de acá y uno bien gordo en el de allá. El viejo de los Vergara, el de los abogados.

  • Le darían una buena plata, espero.

  • Bueno, ya sabe que a los ricos no les gusta mucho lo de pagar. Pero si no, quién iba a llorar a ese malnacido, con la pena que dejó en su familia no llega ni a la esquina.

  • Seguro que usted con su llanto lo llevó derechito a los infiernos.

  • Ay, no me haga reír. ¡Que no es cosa de broma, si no se les llora bien llorados quedan vagando entre los vivos! Y a ese mejor tenerlo bien lejos, se lo digo yo.

  • Pues si lo dice usted, dicho está. Me voy madre, que cuanto antes vaya antes vuelvo.

  • ¡Dios me lo bendiga! Se me cuida, ¿oyó?

A Lamento, aún Lola, se le empezaba a notar demasiado la incipiente barriga cuando el hijo pequeño de los Torreblanca anunció que se casaría con la sobrina del ministro, así que la echaron sin ningún miramiento y no volvió a verlo nunca más. Regresó a casa de su abuela, la misma que le enseñó a coser y que la llevó a servir con once años cuando ya no pudo seguir haciéndose cargo de ella. Doña Amelia, se llamaba, estaba enferma y no le vino mal su vuelta, necesitaba que alguien se ocupara de ella. Pero el final estaba muy próximo y en menos de cuatro meses hubo que llevarla a enterrar. Era la primera vez que entraba en un campo santo y no entendió por qué aquellas mujeres de luto se le abalanzaron en la entrada ofreciéndose a llorar a su difunta abuela. Y así las sucesivas veces que fue a rezarle con el niño aún en brazos.

  • ¡Lamento, Lamento!

  • ¿Qué escandalera me traes, vieja loca? ¿A usted le parece que son horas de llegar gritando a una casa?

  • Mira, sal a la calle. Mira, mira a quien traen los muchachos.

  • ¿A quién traen? ¿A mi Jorge, a mi hijo? ¿Me lo traen herido?

  • Muerto, Lamento, te lo traen muerto.

Doña Lola, Lamento, siempre dijo que todos, absolutamente todos, por muy distintos que fueran nuestros camino terminaríamos recorriendo el mismo cuando nos llegara la hora. Pero ella se pasó lo últimos37 años haciéndolo cada día. Por las mañanas cruzaba el puente San Román, a las ocho de la mañana, que le llevaba desde su casa en Getsemaní, donde vive, hasta el Cementerio de Santa Cruz. Después de comer, si había sacado para ello, se iba al de Jardines en Santa Mónica dónde viven y mueren los ricos. Vestida con su atuendo de plañir, una falda de terlenka negra y una blusa de satén de manga larga que no conservaba los botones originales, va caminando como alma en pena durante casi dos horas bajo el sol endemoniado de Cartagena.

  • ¡Ay, mi hijo querido! Con todo lo que he llorado los muertos ajenos y hoy no me sale una lágrima por ti.

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