Con esfuerzo consiguió sentarse al borde de la cama, se amasó una mano con la otra; las frotaba con mimo y fruición, -despertad, les decía-, -despertad, despertad tontorronas-, las manos respondían al calor con parsimonia.

Tomás, así se llama nuestro protagonista, se jubiló anticipadamente por graves problemas en la espalda. Corsan una empresa de la construcción, se convirtió en parte de su familia, comenzó con el pico y la pala, luego conductor de camiones y por fin le tocó su querida excavadora Poclain. Al comenzar con problemas, se hizo inspector de maquinaria en Dragados y Construcciones y pasó a los talleres centrales.

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Por las mañanas, el dolor de los huesos, sobre todo el de las manos, no le deja descansar; los pinchazos lo mantienen alerta y le señalan el momento de levantarse.

Él, antes de salir de la habitación la mira, ella siempre duerme con la cabeza en los pies de la cama así la brisa, que comunica la ventana de la habitación con la de la cocina, la acaricia.

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A Encarna, que así se llama nuestra heroína, siempre le asombró que trabajando con motores, grasa, martillos, grava y cemento, sus manos parecieran las de un pianista.

Él antes de salir de la obra, se las restregaba con un cepillo de púas gruesas y después con una barrita de “Neus” se untaba poro por poro.

Tomás recordó que a ella le gustaban sus manos, siempre le gustaron sus manos, desde que se conocieron sus manos le pertenecieron a ella. Por su educación, se prohibió a sí misma tocarle otra parte del cuerpo que no fueran sus manos; las acarició mil veces, ella le amaba a través de sus manos. Después de tantos años no recuerda haber vuelto a experimentar la sensación de intimidad de sus manos hablando en silencio entre las suyas.

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Encarna entra en la cocina, con la legaña instalada en el lagrimal de su ojo ciego, el moño deshilachado y el camisón asomando por debajo de la bata.

Él está recogiendo su vaso de Cola Cao y los restos de pan.

-¿Te pongo tus tostadas?-, le pregunta él.

-Sí-, contesta ella, -aunque primero hay que hacer el control del azúcar.

Con una mano ella intenta organizar las hebras de pelo que le entorpecen la visión del ojo bueno. Él prepara los bártulos, ella como en un ritual extiende una mano blanca y transparente, aparenta treinta años menos de los que en realidad tiene. Tomás agarra el dedo gordo de la mano izquierda, donde a ella le gusta que la pinche, la yema parece un coladorcito. Le punza y con una suave presión la sangre empapa la tira y, mientras ella tapona el lugar del picotazo con un algodón, él mete la tira en el artilugio; los dos se quedan como estatuas mirando la ventanilla del aparato, el oráculo matutino les hará felices o infelices; 198, los dos respiran.

Ella masajea el dedo gordo y se acaricia las manos como una avara. Puede comer con tranquilidad; el desayuno es su comida favorita, tomarse el café con leche en un tazón tipo bañera y las tostadas con aceite de oliva es lo que más le gusta del día.

Una vez fuera del microondas sus manos abrazan el tazón como si del cáliz de la vida se tratara, el calor lentamente se trasmite desde las manos a todo su cuerpo y después comulga, siente como el café con leche entra en su boca, pasa por el esófago y llega al centro de su cuerpo calentándola.

Él la miraba desde el fregadero.

Cago en deu!-, él nunca dice una palabrota en castellano pero piensa que es muy injusto que ahora que puede comer se lo prohíban.

-¿Qué te pasa?, le dice ella con ternura.

-¡Tengo tanto que hacer!, luego segaré el césped y cogeré la escalera para talar la rama del eucalipto-. Ella no se preocupa, sabe que en cinco minutos se le habrá olvidado, espera que la enfermedad de la memoria no avance muy deprisa.

Ella está terminando el desayuno, siempre se guarda un trozo de pan pequeño para deleitarse con el último chupito de café con leche.

-Vamos, no te enfurruñes, salgamos al patio necesito aire. Vete colocando las hamacas entre sol y sombra. Despacio saborea el trozo de pan en la boca, llega a la puerta de la casa y el sol la deslumbra, se para en seco.

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Él desde la butaca la llama, ella sabe que hay dos escalones que sortear, se concentra pero la zapatilla del pie derecho se le sale y siente como su cuerpo se derrumba entre las pizarras del camino, la cabeza es lo último en caer.

Él lo ve todo, se tapa la boca y se acerca despacio, ella desde el suelo le dice- ¿estaré tonta?, no doy pie con bola, menos mal que soy de goma, con las veces que me he caído, por fin se pone de pie con la ayuda de Tomás. Habla muy deprisa y en la zona de la cabeza donde se ha dado el golpe comienza a observarse un chichón que no para de crecer. Ella toma anticoagulantes.

Ya sentada, le dice a Tomás- siéntate tu también, no te asustes estoy bien. Hay que ser boba, la zapatilla se ha…

Encarna ha dejado de hablar y el hematoma se ha extendido por la mitad de la cara. Él se sienta a su lado en la otra hamaca y se va tranquilizando, se había asustado mucho.

-Encarna qué bien estamos aquí. Se gira y le coge la mano inerte.

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