EL TELEGRAMA QUE NO ERA URGENTE

EL TELEGRAMA QUE NO ERA URGENTE

    Subo la calle Altozano arrastrando el carrito, con la camisa amarilla harta de mosquitos y empapada a la altura de las axilas por la tormenta que se está cociendo. El bochorno resulta insoportable. Marina se asoma a la puerta, la doce, a ver si hoy hay suerte. Le niego con la cabeza y un leve chasquido de la boca para no gastar energías en la cuesta. El telegrama, motivo de que haga el esfuerzo tan avanzada la mañana, va dirigido a Antolín, el argentino, el nieto de don Antón.

    —Léemelo, si no te importa, acaban de operarme de cataratas y ahora veo poco.

    Unas  veces por incultura y otras por vaguería me toca leer cada día un par de cartas. De natural cotilla, te confieso que es lo mejor de mi trabajo. Cuando llega alguna para Inés, la hija del farmacéutico, antes de su entrega pasa por mi rústico laboratorio. La someto a la prueba del vapor, fórmula mágica que no deja huella, y paso las siestas leyendo y releyendo lo que le confiesa su Federico. El muy cursi acaba siempre de la misma manera: “Tuyo, siempre tuyo. Soñando con el regreso y tus besos, tu Fede”. No solo tengo alma fisgona, la prudencia también anida en mí, porque no me imagino la cara del padre de Inés si comprobase cómo se calienta el tono a medida que su ignorado yerno escribe la carta. Para no romper la cadena del serial que me he agenciado, le entrego el sobre siempre en mano a la afortunada, del mismo modo que recibo las suyas y que, a escondidas, leo igualmente. Todas las íes coronadas con un corazón, perfumadas con esencia de rosas y pétalos secos pegados en el margen, demuestran su pasión.

    Pero… me he salido del tema. Estaba entregando el telegrama a Antolín. No sé si se pondrá contento o no. Desde que se le cayó la barandilla de un balcón de refilón en la cabeza no rige bien. Estuvo tres meses en coma y, cuando despertó, renegó de su familia, a la que había atrapado de lleno el corralito. Aterrizó en España, en la casa de su abuelo, un terrateniente venido a menos, pero que seguía viviendo de los cuatro duros que le generaba la única finca que le quedaba en propiedad.

    Yo ya he leído el contenido y no sé cómo le caerá, lo que sí que sé es que la cuesta se las trae. Me detengo  para recuperarme  y secarme el sudor de la frente. Algún día tengo que dejar el tabaco, me tiene sin resuello, aunque esa es otra historia. Aparece en otra puerta Juan Cristóbal,  la treinta y tres, que suelta su gracieta diaria: “¿Qué sello le tengo que poner a los emails?”. Ante lo que pienso: “Estás parado y gastas los pocos recursos de que dispones en tonterías”. Pero paso de largo, como si no lo viera. Solo me falta escuchar las ocurrencias de un ocioso.

     Cuando llego al setenta, mi destino, los efluvios de mi propio cuerpo se mezclan con el olor a las distintas comidas que escapa de las casas y revolucionan mi pituitaria. Siento punzadas en la boca del estómago. Aparco el carrito y me siento unos minutos en el borde de la acera. Aunque el sentido de poner un telegrama es que llegue a su destinatario con premura, un rato más no va a significar nada. Las diez palabras que contiene han volado desde Buenos Aires y no han tardado más de una hora. Saco un cigarro  y me quedo mirando treinta segundos la cajetilla, la horrible fotografía que han imprimido los del ministerio. Es un ejercicio que me he propuesto por cada cigarrillo que me fumo, pero está claro que no me afectan en absoluto ni los pulmones carbonizados ni la garganta en carne viva como la cresta de un pavo. Para torear a los del ministerio, me fumo el pitillo tranquilamente en horario de trabajo: ¡Prohibiciones a mí!

    Me levanto renqueando, la calorina me está matando. Ahora es cuando Antolín me suelta lo de “Léemelo, si no te importa…” y lo de las cataratas. Me podía ahorrar bien toda esta tarea y contestar yo directamente el telegrama. ¿Dónde querrá nadie que vaya este angelito que viva mejor que aquí? Tiene aplastada la parte derecha del cráneo como consecuencia del accidente y le falta un buen trozo de oreja. Ahora, como está recién operado de la vista, sale a la puerta con unas gafas de sol con la montura color fucsia que le debe haber prestado alguna vecina. Para que no se me escape la risa, distraigo mis ojos en el contenido del telegrama y no imagino cómo se mantienen las gafas en su sitio con una sola oreja.

     —¿Cómo sigue tu abuelo, Antolín? —le pregunto no sin cierta intención.

    —Ahí anda. Sordo como una tapia. Menos mal que hacemos un buen tándem. Hoy ha venido Inés a pincharle la insulina porque con el rollo de la operación no me apaño bien. Venga, léelo, que tengo que terminar de preparar la sopa. Al viejo le gusta comer temprano.

    En ese momento decido que “Nos ha tocado la lotería, hijo mío, ven con nosotros” bien puede convertirse en “Estamos todos bien, orgullosos de ti. Cuida al abuelo”.

    —Diez años sin saber de ellos y ahora me escriben para esto. ¡Como que no sé yo lo que tengo que hacer!

    Descubro en Antolín una brillante lucidez que lo ennoblece, a la vez que una inocencia atrapada dentro de un cuerpo adulto. Le deseo que se recupere pronto y me despido:

    —Antolín, no te preocupes, ya les contesto yo.

    Agarro de nuevo el carro y bajo más ligero la cuesta. En la primera papelera que hallo, rompo el papel donde figura la dirección bonaerense. Enciendo un cigarro sin mirar la cruel imagen de la cajetilla y echo un vistazo al cielo. Ese horrible bochorno no pude preludiar otra cosa que una buena tormenta.

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