A los dieciseis años, en 1976, recibí el grado de Bachiller Técnico, en la especialidad de mecánica industrial, en el colegio Centro Don Bosco.
En 1977 presente exámenes para ingresar a la Universidad Nacional de Colombia y estudiar ingeniería civil. En esa época se vivía intensamente la lucha estudiantil, se producían enfrentamientos y revueltas que ocasionaban el cierre del claustro, por algunos períodos, mientras las aguas volvían a su cauce. Relativamente había sido buen estudiante y entonces mi padre me dijo que si quería me tomará ese año con calma y descansara hasta empezar a estudiar. Sin embargo me salió un curso de Telefonía Básica en la Empresa de Teléfonos de Bogotá, donde estuve estudiando y realizando prácticas en jornada de mañana y tarde, de enero a marzo con un salario mensual.
Era un día del mes de mayo y me encontraba durmiendo de manera plácida, hacia las once y treinta de la mañana, mi madre me llevó un zumo de naranja a la cama y me dijo:
— «¿No va a buscar trabajo?»
— Le dije: «Si quieren que trabaje, que me llamen».
Dicho y hecho, no habían pasado unos diez minutos cuando timbró el teléfono. Lo cogí y contesté: era un amigo que trabajaba como vendedor de libros de las editoriales Salvat y Aguilar; necesitaba un ayudante para llevar una maleta con libros y organizar el trabajo diario. Me dijo que pasará en la tarde y salíamos a trabajar para que viera de que se trataba. Acordamos hora y allí estuve.
Le pedí a mi madre el favor de planchar el traje de paño con chaleco, mientras yo alistaba la camisa, la corbata a juego, zapatos y medias. Me duché y afeité, comí algo ligero y me fui para llegar cumplido a la cita con mi primer trabajo normal.
Me explicó que visitaba librerías en general, también psiquiatras, ya que tenían una colección de Salvat especializada en el tema. Fuimos al norte de la ciudad por el barrio El Chicó e hicimos unas visitas, el llevaba un maletín normal y a mí me dio una maleta mediana cargada de libros. Trabajamos toda la tarde caminando y ocasionalmente tomamos el autobús ya que la maleta que me correspondió era tan pesada, por los libros de psiquiatría, que me iba volviendo loco…nunca mejor dicho. Fue una tarde calurosa y entretenida, al terminar la jornada dijo que me esperaba, a la mañana siguiente, para trabajar todo el día, que el almuerzo él me lo daba en casa. Acordó pagarme como dos mil pesos y arrancamos.
La primera jornada fue agotadora, así que no volví a llevar corbata ni chaleco porque sudaba, desde el segundo día solo iba en traje y camisa.
En una de las tantas conversaciones que tuvimos me dijo que las dos editoriales eran españolas, que Salvat había sido fundada en Barcelona en 1869 y Aguilar pertenecía al grupo Santillana creado en 1960 -año de mi nacimiento- en Cantabria. Que a raíz de su trabajo con ellas se había interesado en saber un poco más del país ibérico y que le parecía inigualable el maestro de la guitarra: Paco de Lucía y un cantante que lo acompañaba llamado: Antonio Fernández Díaz. Dijo que tenía algunos vinilos o «Long play», como les decíamos en Colombia, con esa hermosa música del sur de España.
Hugo Agudelo era un buen tipo aunque un poco acelerado, caminaba muy rápido y me tocaba decirle que parara un poco y me esperara. Para compensar sus afanes y la presión a la que me sometía ocasionalmente desayunábamos con buñuelos en la calle 85, algún día comíamos Bandeja Paisa en chapinero y los viernes en la tarde íbamos a cine o simplemente se descansaba. En alguna ocasión durante el almuerzo en casa, él colocaba la radiola con algún disco de música flamenca española.
Una mañana llegamos a la editorial Aguilar y nos entrevistamos con el Director Comercial, en algún momento él me solicitó unos documentos que llevaba en su maleta, empecé a buscarlos pero no los encontraba. Se fue alterando hasta que me gritó, me rapó el portafolios y me profirió algunos insultos.
Instintivamente cogí la maleta grande y la tiré al suelo, a continuación dije:
— «¡Coma mierda! A mí no me grite…menos delante de otras personas».
Salí presuroso y bajé por toda la calle Novena hasta la carrera Décima para irme en autobús a casa. Llevaba un tiempo esperando, cuando de repente Hugo se acercó, pidió disculpas y dijo que me esperaba a trabajar al otro día. Entonces me dijo que yo parecía un «Fosforito», así se le llamaba a la gente en Colombia que se alteraba fácilmente y que en palabras locales se entendía como: «emberracamiento», «embejuque» y el «no se le puede decir nada».
Le dije que seguía trabajando con él, pero que jamás se le volviera a ocurrir tratarme mal.
Pasados unos días me comentó que había leído que el cantante de Flamenco: Antonio Ferenández Díaz, natural de Córdoba, ganó el premio «Mercedes la Serneta» y que curiosamente lo llamaban «Fosforito». Pero él pensaba que no era por la misma razón por la cual me llamaba a mí así…entonces nos reímos un rato.
Desde ese día me empezó a llamar «Fosforito» porque decía que con nada me encendía.
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