Llego al piso tercero, salgo del ascensor, busco la puerta “C” y pulso dos veces produciendo una melodía simpática fruto del aburrimiento de la rutina en el curro. “Diiiiin don din doonnnnn” . Y espero . Abre un tío sin camiseta que me muestra su esculpido cuerpo y sus tatuajes maoríes mientras coge las pizzas y me pregunta cuánto es. –Puees doce con veinte-. Puto mono de circo, ¿qué intentas? ¿seducirme con tu apariencia de estereotipo de joven irresistible? ¿Acaso eres tan presumido que te gusta exhibirte aunque sepas que es casi imposible que la repartidora sea chica? Por lo menos tápate para abrir, gilipollas, que además fijo que tienes una novia tonta que está buenísima y no te la mereces. Me da ochenta céntimos de propina y le dedico un gesto de franco agradecimiento acompañado de una sonrisa de camaradería tan agradable como falsa. Bueno, ochenta céntimos no están nada mal. Y así es mi curro, una labor rutinaria hecha de nombres de calles, números, letras, ruido, frío, semáforos, portales, calor, botones, cámaras, micrófonos, altavoces, detectores de movimiento, interruptores, lucecitas, células fotoeléctricas, ascensores, puertas, rostros, dinero y a la moto otra vez.
Pero con su parte entretenida e incluso emocionante. Siempre puedes arriesgar un poco más en cada curva, ver algo o a alguien interesante por la calle, tomarte el día rebelde y no parar en ningún semáforo, romper o joder algo en un portal por puro aburrimiento vandálico, robar, comer, fumar… y sobre todo, lo más interesante es el momento de descubrir qué clase de personaje te va a abrir la puerta en cada piso. Deseando siempre que sea una hembra diosa, en pijamilla o algo más transparente a poder ser, simpática, que con una sonrisa cómplice te alegre la vista, el corazón y la tarde. Te puedes topar con una buena cantidad de personajillos distintos. Pero eso ya es otra historia que podría dar para mucho.
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