Manuel, algo tímido pero de buenas maneras, era un chico campesino decidido a aprender algún oficio. Muy temprano había abandonado la escuela para unirse al mundo laboral. Primero trabajó en la cosecha de manzanas, codo a codo, con su padre y hermanos. Luego, le siguieron una serie de faenas hincando la tierra. Nunca se quejό. Solo soñaba…
Su gran inquietud era conocer la ciudad y aprender un oficio. Decidido y después de escuchar a su hermano mayor decirle: —Vete de aquí, te ira mejor. Él le creyó y partiό. Abandonó el pequeño pueblo y con gran temple se hizo espacio en las calles. Apretó los dientes, durmió bajo puentes, Dio tumbos entre barrios conflictivos y trabajos informales. Mezclándose entre artistascallejeros, malabaristas y vendedores ambulantes. Manuelcorría entre los autos limpiando cristales. De madrugada repartía periódicos. No podía imaginar que por fin encontraría un mejor acomodo a sus planes.
Después de hacer de todo, siempre voluntarioso, logró a través del aviso de un periódico, ser contratado en la Lavandería de Hospital “De Normando”
Flacuchento y tenaz terminό por convencer al jefe, quien con cierto reparo, le puso a prueba como sorteador. «Un trabajo pesado para tan pequeño cuerpo», pensó el hombre, mostrándole las instalaciones. Un lugar que, a primera vista, a Manuel le agobió, le pareció estar dentro de una enorme nave con un ruido ensordecedor. Por estrechos corredores pasaba gente afanada y malhumorada, con sus cuerpos mojados de sudor.
En el segundo piso se encontraban las oficinas con una gran panorámica pero solo de adentro hacia fuera pues, cuando el muchacho mirό hacia arriba, vio todo oscuro y empañado. —No te asustes —le dijo el corpulento hombre— quienes vigilamos lo hacemos desde el piso.
—Si Don Armando lo advertí —dijo el joven, mirando el nombre impreso en la camisa.
De pronto se encontró frente al cuarto de “Sorteo de ropa sucia”, como rezaba el letrero sobre la puerta.
—Nunca se entra sin el equipo adecuado —le había advertido el jefe.
—Sí señor,
— ¿Tienes buena salud?
— ¡Muy buena! —gritó.
Esa respuesta ablandó al jefe que de inmediato enumerό las obligaciones: Abrir grandes sacos que pendían desde el techo y caían directo a un túnel, sabanas, toallas y batas blancas. Al otro extremo se separaran por: sucias, muy sucias, o contaminadas.
—Una vez sorteadas, las acarreas a los lavadores.
—Las de quirófano van a aquel cuarto.
— ¿Sabes leer?
— ¡Sí señor!
— ¿Qué dice ese letrero?
Antes que el chico leyera el jefe se apresurό.
—“Usar mascarilla y guantes”
—Te probaré en el turno diurno. —le dijo, mirando el joven rostro pálido.
Ya en el comedor, escuchó decir a don Armando
—Nunca preguntes el salario de los otros, eso a ti no te incumbe.
«Aquí da gusto comer» suspiró el muchacho, comparando las guaridas insalubres por las que deambulo.
—¡Eso es todo!
Al día siguiente, Manuel se presentό a “De Normando” y escuchó emocionado el sonar de la sirena.
Los más antiguos, aseguraban que Manuel en cualquier momento saldría por donde entró. Pero eso no ocurrió Se fue ganando la confianza del jefe, se fue integrando a las bromas de sus compañeros, a las comidas rápidas, a moverse en metro y caminar sin reparo las cuadras restantes.
Durante su jornada atisbaba todo lo que acontecía en el área de lavado, —No estorbes muchacho —le reclamaban los lavadores: musculosos y sanos de cuerpo, salvo por la artritis que adquirían con el pasar del tiempo.
—Aquí los mirones sobran—le advertían señalando las cámaras colocadas estratégicamente. «Por si hay accidentes» le habían dicho cuando preguntó.
Don Clemente, el empleado más antiguo y no menos respetado, lo dejaba observar. Con la experiencia de operador por años y con la sabiduría de sus setenta y ocho, alzando la voz gritaba al viento:
— ¡Fijarse bien sin perder detalle, si señor! ¡Se requiere de mucha concentración! —Luego, mirando al muchacho, bajaba el tono y vaticinaba— ¡Algún día serás de este equipo!
A Manuel las palabras del maestro, cόmo él le llamaba, lo alentaban a correr con ganas sacando chispas al piso con su carga.
Según órdenes de arriba para Clemente, sόlo toallas. ¡Más que eso hizo, Manuel! Sorteaba las pequeñas, sin sangre, cuidando de no traer jeringas que le dañara más la vida a su amigo.
Sin que ninguno de los dos se diera cuenta, durante dos años, fue naciendo un compañerismo capaz de acortar las décadas que los separaban.
Clemente, a pesar de su edad, no podía darse el lujo de jubilar.
— ¡Aún tengo mis manos! —gritaba, frente a la insistencia de la administración. Pero, con frecuencia le abandonaban y comenzaba a sonar la alarma anunciándole, sin piedad, que tenía el tiempo contado.
Manuel, siempre llegaba primero a la maquina a recibir recomendaciones del acongojado hombre: — ¡Aprieta el botón rojo! ¡No acerques los líquidos a la cara, enceguecen!…
Hasta que aparecía el jefe regañándole: — ¡Jovencito, estos minutos perdidos, o se te descuentan o te quedas trabajando mas tarde!
Comenzando las lluvias, transcurrida una semana, Clemente no daba señales de vida. Don Armando, instruía a diestra y siniestra, repartiendo el trabajo. Los lavadores se sentían molestos y abusados.
—La empresa no hará nada hasta que el viejo jubile. — Contestaba a los reclamos.
Cuando apareció Clemente; su cuerpo se notaba más encorvado y empequeñecido. Mientras se dirigía al segundo piso, saludό a sus compañeros que le hacían señas.
—Cierre la puerta, se escapa el aire acondicionado —dijo la secretaria del gerente con el cual se reuniría. Terminada la entrevista, saliό, se afirmó de la baranda para mirar el movimiento: ‹‹Desde aquí la panorámica es otra››, pensó. Finalmente, caminó cabeza en alto, hacia la puerta del frente.
Llegó el día que el joven campesino debutό como operador. Recordando las enseñanzas de su maestro, hizo funcionar la máquina. Manuel terminό siendo un don Clemente corregido y aumentado.
Años después, comentό a su esposa, que se había enterado que el viejo había negociado la jubilación con la condición que el suplente fuese el “Muchacho”
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