Era un mediodía húmedo y el cielo, veteado en una amplia gama de grises, se mostraba desafiante. A lo lejos, se veían el campo, los árboles y los destellos de los relámpagos que anunciaban la tormenta. Había salido al parque – si es que se lo podía llamar así – a leer y tomar unos mates. Esos días siempre le provocaron, como a tantos, algo de tristeza y el lugar en el que se encontraba profundizaba aún más ese sentimiento.

Sentado en el viejo banco de material, fiel compañero de cada mañana , miraba el intenso tránsito vehicular por la carretera cercana. Afloraban en su cabeza los últimos acontecimientos vividos y antes los otros y los otros.

Su vida no había sido del todo aburrida; fue intensa y la vivió en forma tan transgresora y vertiginosa, como si fuera a morir al otro día. Nunca supo esperar; su impaciencia hacía las veces de motor impulsor y como jugador caprichoso aferrado a la mesa de juego, siempre estaba dispuesto a apostar. Después vería.

Recordó cuando, bajo juicios catastróficos de familiares y amigos, eligió formar cerebros en lugar de continuar estudiando para sanar cuerpos. No se arrepintió, ni en ese momento ni después; disfrutó profundamente la docencia y sentía que su entrega a los jóvenes era total. No le importaba que la paga fuera escasa y cada mañana se le presentaba un nuevo desafío, transformándose en artesano, cincelando conocimientos en mentes adolescentes con las únicas herramientas de un pizarrón y una tiza que con los años, acompasando los cambios juveniles, se transformaron en pizarra, marcador y laptop.

Y un día “la oportunidad de la vida” golpeó a su puerta. Le ofrecieron ingresar a trabajar en un Organismo Público que, para muchos, en un país tan pequeño de territorio como de oportunidades, representaba la panacea social y la estabilidad económica de por vida. No se tallaban cerebros ni se curaban cuerpos; era todo lo contrario aunque, por ironía, la paga no fuera escasa. Le implicaba el sacrificio de dejar algunas horas de clase, pero igual aceptó. Y por más de treinta años, fue mudo testigo de extensas y tediosas discusiones ajenas, entre señores de saco y corbata o atildadas damas, que jugaban a ser representantes del pueblo. Creían controlar y descontrolar al gobierno de turno, siempre en aras del bienestar público, erigiéndose en abnegados servidores de la Patria, en el entendido que ellos la encarnaban. Su dialéctica, era únicamente superada por su cinismo.

Las tareas administrativas que le habían sido asignadas eran rutinarias y vacías de contenido, no habiendo espacio para la innovación ni la creatividad. Más de una vez escuchó decir: “Siempre se ha hecho así y si hasta este momento ha funcionado ¿para qué cambiar?”.

El único aliciente era la certeza que, cada mañana, lo aguardaba un aula llena de estudiantes, ávidos de conocimientos, sintiéndose precoces dueños del futuro.

Pero, ¿se podía ajustar a ese modelo hipócrita, donde las normas eran para otros y no para los que las dictaban?, ¿se podía amoldar a los parámetros de una porción de sociedad, limitante y obsesiva, que priorizaba el “deber ser” sobre “el ser”?

Su disconformidad lo acicateaba y su cuerpo y espíritu le clamaban a gritos, desde lo profundo, que saltara barreras y accediera al territorio inexplorado, por lo menos para él, de lo no permitido.

Y lo hizo: sucumbió a la tentación y comió de la fruta prohibida. Pero no le alcanzó y fue por más. Le gustaba sentirse espoleado por la sensación de que estaba haciendo algo malo. Hasta que un día la traición, agazapada pacientemente entre columnas de mármol y lista para dar su zarpazo, le saltó encima.

La burla al sistema, cuando la hacen otros, no se perdona y se paga muy caro. Vio derrumbarse el frágil muro de las apariencias y erigirse el de la censura y juicio lapidarios; algunos caminaron sobre sus despojos y otros se comportaron como roedores al hundirse el barco. Los menos, permanecieron fieles a su lado, demostrándole que no había sembrado en vano.

Y ahora, en ese día gris, lo confirmaba : los verdaderos depredadores, con sus miserias y mezquindades humanas, no eran los que estaban allí. Eran los que trabajaban orgullosos en aquel palacio de mármol, cargado de historia y por donde deambulaban fantasmas de un pasado glorioso. Aquellos que se alimentaban con el tedio de la rutina y que el tiempo y el lugar los había transformado – quizás por deformación – en otros tantos Catones.

Pero se sentía libre; de hecho siempre se había sentido así, incluso cuando eligió probar la fruta ofrecida. Los verdaderos privados de libertad eran aquellos que desconocían el exquisito sabor que se paladeaba al transgredir, que se negaban a optar sin ataduras, a gozar de lo prohibido y hasta de poder sufrir y demostrarlo. Es cierto: había pagado un alto precio.

Miró el cielo y sintió que la humedad lo envolvía: la tormenta se acercaba. Escuchó el silbato, se levantó, tomó su libro, su termo y su mate y se encaminó al pabellón: a pesar de todo era un hombre feliz.

FIN

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