Son las diez de la noche. Ya han terminado el partido y los vestuarios están vacíos. Como cada noche, después de cenar, nos disponemos a entrar en el pabellón y recorrer todos los rincones, donde aún se respira el sudor de los deportistas que acaban de estar corriendo de un lado a otro, protegiendo un balón que intentarán colar en el cesto adecuado más veces que los que visten el color azul. Aquí vamos de rojo. Hoy éramos los rojos contra los azules, poniendo todo nuestro empeño en ganar, como siempre hacemos.
Hoy no lo hemos conseguido. Hoy nos vamos con el ánimo decaído y no tendremos muchas ganas de hablar al llegar a casa y nuestros hijos, mujer, o un vecino, nos pregunten qué tal ha ido. Pero la vida es así, unos pierden, otros ganan, y otros van después a ese lugar, lleno de victorias y de fracasos que inundan el ambiente de contradicción, y se disponen a hacer su trabajo. El marido, un hombre mayor, coge su gran herramienta y empieza el primero. Su mujer, de edad más bien madura, con arrugas en la cara, de esas que el tiempo y el sufrimiento dejan marcas, con otra más pequeña le sigue, y su nieta, que vive con ellos temporalmente, les acompaña con otra del mismo tamaño. La niña hace lo que puede. El palo es más grande que ella, pero la voluntad de ayudar a sus abuelos es lo que más le importa, y los sigue de cerca.
Esa niña, feliz, inconsciente de lo que la rodea, vive con sus abuelos mientras su madre acude al hospital al cuidado de su padre, que tras un accidente de coche, a la vuelta del trabajo, lo dejó tetrapléjico, sin poder mover ni un dedo. Un golpe, un instante, milésimas de segundo y toda una vida deshecha. Apenas le dio tiempo para pensar en algo antes del golpe, pero cuando volvió de su viaje espacial, que duró un mes, dentro de aquella sala de intensivos, lleno de tubos, en coma, su primer pensamiento fue para su pequeña niña. Esa niña, feliz, que ayuda a sus abuelos en las tareas nocturnas, no se da cuenta todavía de la gravedad del asunto. Sus padres, con la impotencia clavada en las entrañas, se resignan a un destino que les ha sido impuesto. No tienen otra alternativa más que dejarla con los abuelos confiando en que la vida podrá concederles al menos la felicidad de poder verla crecer y estar junto a ella.
Los abuelos, gente sencilla, de gran corazón, la acogen como una hija más, la cuidan y le dan todo el amor que les queda, después de haber criado a cinco hijos en condiciones precarias, de esas que suceden cuando hay una guerra en un país y debes abandonar a la familia y luchar por algo que no sabes muy bien qué es. El abuelo recuerda aquellos tiempos y le recorre un escalofrío cuando piensa en la bala que estuvo a punto de atravesar su cabeza y un pequeño gesto a tiempo hizo que solo le dejara sin parte de la oreja derecha, y con una sordera parcial que lo hacía girar la cabeza hacia el otro lado para oír mejor lo que le decían. Su mujer, como pudo, sola, fue criando a su primer hijo, y al regreso del marido continuaron agrandando la familia con todo el amor que rescataron en aquellos tiempos de escasez. Fueron tiempos difíciles y continuaron siéndolos durante toda la vida, y ya, en la madurez, estaban allí, en aquel pabellón deportivo, paseando sus escobas por el pavimento sudado, como cada noche, para poder compensar la cesión de la vivienda que les había prestado el ayuntamiento, a cambio del mantenimiento de las instalaciones deportivas de la ciudad.
La casa no estaba en buenas condiciones, pero se apañaban bien. Tenía un pequeño corral dentro, donde la abuela tenía algunas plantas y donde en verano, colocaban una piscina hinchable para que la nieta se divirtiera al sol.
Dentro de aquella sencillez y a pesar de la situación complicada de los padres, la alegría acompañaba a la niña allá donde iba. Sus tíos la llevaban de excursión y le enseñaban a montar en bicicleta, cosa que su padre no podía hacer, pero no por ello se rindió, y a pesar de su incapacidad, dedicó todo su tiempo a enseñarle cosas, a hablar y jugar con ella y a enseñarle a ver la vida con entusiasmo e ilusión.
Sus abuelos, a edades de estar jubilados, después de haber sufrido una guerra, la pérdida de media oreja y sacar a la familia adelante con la cartilla de racionamiento, no tenían casa propia y podían sentirse afortunados al tener una casa cedida a cambio de trabajar todas las noches limpiando aquellas instalaciones. La escoba paseaba todos los rincones, y mientras el abuelo pasaba su gran paño por todo el suelo, la abuela limpiaba baños y vestuarios para que, al día siguiente, aquellos jóvenes que querían ganar el partido, pudieran ducharse tras la gran competición entre el rojo y el azul.
Por las mañanas, bien temprano, el abuelo acudía a una huerta que cultivaba con gran cariño, en un terreno también cedido. Todos los días traía algunas verduras para la comida y hierba para los conejos que criaban en otro corral contiguo a la casa. En esas edades en las que actualmente los jubilados se dedican a viajar, ellos, no hace tantos años, trabajaban para poder dormir bajo techo y alimentarse. Nunca se quejaron. Recuerdo que, yo, que era esa niña feliz e inconsciente, recibía de ellos esa sensación de paz. Eran felices no teniendo nada porque lo tenían todo. Barrían cada noche mientras contaban historias, compartían los cultivos del huerto con toda la familia y los domingos se reunían para comer juntos. Y eso era más importante que cualquier cosa que tuvieran que hacer cada noche, como limpiar unas instalaciones deportivas donde los rojos competían con los azules.
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