¿En qué puedo ayudarle?

¿En qué puedo ayudarle?

Sara Martin

24/05/2016

– ¡No tengo televisor señorita! Ha pasado más de una semana y estamos en el sofá chupándonos el dedo…”- Ni los gritos de sufrimiento indescriptible de aquella mujer, por haberse perdido ya más de dos días seguidos su programa de cotilleo favorito, conseguían que saliera del sopor en el que se encontraba. Al otro lado de la línea ella sólo escuchaba “bla, bla, bla…” mientras su interlocutora se despachaba a gusto contra La Compañía, el técnico y como no, el Gobierno, que en última instancia siempre tiene la culpa de todo.

Después de siete años de gritos como aquellos, la mente se había convertido en una balsa de aceite en la que todo resbalaba. Sabía de sobra que en ocasiones como esta, lo mejor siempre era callar, bajar el volumen si el monólogo se desmadraba y esperar. Esperar paceintemente a que Margarita, a quien con toda certeza familiares y amigos llamarían Marga, lo echara todo fuera. Tenía un televisor averiado que le daba la excusa perfecta para desahogar su furia interior con cualquiera que se cruzara en su camino y, premio para la señora, hoy le había tocado a ella.

Así que aguardó. Diecisiete minutos y miles de aullidos después:

-¿Señorita, me está escuchando?

-Sí Margarita, por supuesto. Le informo que se ha pasado al técnico la incidencia oportuna y en breve nos pondremos en contacto con usted.

“En breve”, una de sus expresiones preferidas. Lo suficientemente clara como para no eludir una respuesta y lo suficientemente vaga como para dejar claro que una no tiene ni idea de lo que pasará ni mucho menos, cuando pasará. Durante aquella época de su vida pudo usar “en breve” un millón de veces. Tampoco era la única, había otras joyas de la corona siempre a punto en la recámara: “lo antes posible”, “nos ocuparemos de ello” y, el salvavidas por excelencia, “estamos pendientes de instrucciones de La Compañía”.

La Compañía siempre cargaba con toda la culpa. Miles de empleados divididos en organigramas imposibles de seguir. Casi tantos jefes como asalariados, aunque aquí se los denominaba “responsables” y “colaboradores”. Claro que nadie sabía responsables de qué ni colaboradores de quién, pero tampoco parecía importar.

A veces, cuando enviaba un correo electrónico solicitando aquellas instrucciones, se imaginaba las letras que formaban sus palabras revolviéndose, mezclándose unas con otras y desordenándose en su vertiginoso viaje. Y de repente, perdidas en un mundo cibernético completamente desconocido, caían unas sobre otras en una montaña de letras gigante. Un señor bajito y calvo, ataviado con un traje de ejecutivo desgastado, intentaría recoger las letras a los pies de la montaña, desesperado por entender qué palabra formaban unas con otras, intentando clasificarlas de nuevo. Pero ya sería tarde y por tanto, las instrucciones no podrían venir jamás de vuelta. Aquello le parecía un motivo tan válido como cualquiera para no obtener nunca una respuesta.

-¿En breve?, eso ya me lo dijo su compañera el otro día. Si me tienen que pagar el televisor, pues ustedes me llaman y me dicen “mira Marga guapa, no se puede arreglar y te lo vamos a pagar” y yo me compro uno nuevo y me quedo tan tranquila, pero es que no se da cuenta usted, de que ¡sin televisor no podemos estar!- Una leve sonrisa afloró en sus labios, “así que te llaman Marga, ¡lo sabía!, y seguro que odias que te llamen Margarita porque te recuerda a tus tiempos en el internado de monjas, con esas arpías que te ponían de rodillas para medirte el dobladillo de la falda”.  Pero ella no iba a hacerlo, esas confianzas con los clientes costaban muy caro, no sólo en dinero, sino en charlas con los “responsables” que se hacían casi tan interminables como esta llamada.

A menudo se preguntaba si alguien recibía este tipo de charlas por otros motivos, como por ejemplo, dónde demonios estaba el televisor de Margarita y qué estaba haciendo el técnico con él. Más que un electrodoméstico averiado parecía el rehén de una película de suspense.

-Muy bien Margarita, no se retire, que voy a intentar hablar con el técnico a ver si puedo conseguir más información.- Otra lección bien aprendida. “Lo voy a intentar”, jamás se decía: “voy a hacerlo”, “le prometo que” o “espere, que ahora mismo le informo”. No, no, no. Era mejor no pillarse los dedos con promesas casi imposibles de cumplir.

Y ella lo intentaba de verdad. No porque Margarita le gritara, o porque le diera pena que tuviera que enfrentarse a una conversación real, con un marido sin rostro, en un intento de llenar el hueco vacío que había dejado el televisor, para darse cuenta de que llevaba treinta años compartiendo almohada con un desconocido. Lo hacía porque su madre siempre le había dicho que una tiene que ser responsable en su puesto de trabajo.

No hubo suerte. Miró la luz roja que parpadeaba en su teléfono, escondía la voz de Margarita. Le invadió una inmensa sensación de pereza, absoluta desgana por volver a escuchar los gritos de aquella estridente mujer. De poco le iba a servir el “lo intenté…” en esta ocasión. Al fin y al cabo, Margarita no tenía televisor, no estaba pendiente de tomar notas de la próxima receta de Arguiñano, podía estar al teléfono una hora, dos y toda la santa mañana si hacía falta.

-Disculpe la espera Margarita. No hay nadie en el servicio técnico, volverán esta tarde, puedo enviarles una reclamación por escrito…

– ¿Pero eso no lo han hecho ya? ¡Voy a darme de baja de su compañía! – Pobre Margarita, esa era su gran amenaza, la de todos, gatitos maullando frente a fauces de leones.

No quiso despedirse, sonó un ruido seco y la línea se cortó. Dos segundos de silencio y de nuevo la chicharra. Miró el teléfono, la luz roja volvía a parpadear, la siguiente Margarita esperaba al otro lado. Respiró hondo.

-¿En qué puedo ayudarle?

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