Fermín se alisó la parte superior de la casaca del uniforme con gesto ausente. Volvió a revisar por enésima vez todo el material de trabajo. Había llegado con sobrada anticipación. Siempre lo hacía,  pero ese día había querido hacerlo incluso antes. Era la primera vez que se enfrentaba a su nuevo trabajo sin la supervisión de nadie. Necesitaba tomarse un tiempo para prepararse mentalmente y comprobar, con su meticulosidad habitual, que todo estuviese como debía estar antes de que llegase su cliente. Le gustaba su nueva actividad. Creía que podía desempeñarla bien. El ambiente tranquilo y relajado de la sala se adaptaba perfectamente a su personalidad tímida y retraída. Buscó su reproductor de música en la mochila que estaba colgada de una percha y se aseguró de que tuviese cargada la batería. La noche anterior había metido de forma aleatoria una buena cantidad de piezas que le gustaban especialmente, sobre todo jazz y arias de ópera.  Poder escuchar música era algo que le agradaba de su nueva profesión.  

       Le había costado tiempo y bastante dinero reciclarse laboralmente,  por no hablar de cuánto echaba de menos a sus amados números. A la mayoría de la gente podría resultarle tedioso pasarse la jornada haciendo cuentas, pero a Fermín le apasionaban los números  y el cálculo. Le parecía que eran de una belleza fiel y sencilla. Los números no defraudaban. Las personas si. 

        Había estado diez años trabajando con entrega y dedicación  para una compañía de seguros en el departamento de contabilidad. Se encontró a gusto en ese lugar. La dirección de la empresa valoraba su buen hacer. Sabía que sus compañeros le habían puesto un mote casi desde el día que llegó: El Koala. La verdad es que eso  no le molestaba demasiado. En su fuero interno incluso le hacía cierta gracia, y realmente,  debía admitir que la comparación no era mala. Vestía siempre de colores pardos y discretos, era tímido como ese animalito, vivía solo con su madre, e incluso solía oler como los koalas: a eucalipto. Se pasaba el día chupando caramelos de ese sabor. Nunca se llevó mal con sus compañeros, aunque tampoco tenía mucha relación con ellos, estrictamente la necesaria. Hasta que llegó ella. Marta se incorporó a la plantilla de la aseguradora cuando Fermín llevaba ya casi diez años allí. Para él fue como si hubiesen encendido nuevas luces en la oficina. Era guapa, alegre y vital y, para sorpresa de todos, pareció interesarse por Fermín. Al menos no hacía como el resto que, no es que le tratase mal, simplemente no le tenía en cuenta para nada que no fuese meramente laboral. Pero Marta le invitó a que se uniese a ella y a los demás  compañeros el mismo día de su incorporación cuando salieron  a tomar  café durante el descanso de media mañana. Esa vez se quedó tan asombrado que rechazó la oferta excusándose con una llamada que supuestamente debía hacer. Cuando Marta se lo volvió a pedir al día siguiente, aceptó y aquello se convirtió en una costumbre. Algunas veces iban juntos hacia el metro y compartían parte del trayecto. Eran momentos mágicos para el tímido contable. Se enamoró perdidamente. Con el paso del tiempo creyó ser correspondido; su experiencia en materia amorosa  era nula, y desde su ignorancia creyó  que la actitud de ella era la propia de una enamorada. Decidió decirle  lo que sentía. Estuvo muchos días animándose  y desanimándose a sí mismo  para dar el gran paso. Los compañeros empezaron a darse cuenta de lo que había hecho que el Koala estuviese más animado, hasta el punto de cambiar en cierta manera  su forma de vestir y bromeaban al respecto. Él no se daba cuenta. Solo tenia ojos para Marta y los números.

       Una mañana coincidieron los dos solos en el vestíbulo mientras esperaban el ascensor. Cuando estuvieron dentro Fermín decidió sincerarse con la muchacha y, llevado por un impulso irrefrenable,  le declaró sus sentimientos atropelladamente, balbuceando, mientras intentaba torpemente cogerle una mano. Ella se quedó rígida, le miró  y le dijo:

         -Creo que te has equivocado. Yo no te quiero Fermín,  no eres mi tipo.

         Fermín volvió a intentar tomar su mano para suplicarle que le escuchase. Entonces ella le dijo con dureza:

         -Nunca vuelvas a tocarme. Solo quería ser amable contigo, nada más. Creo que me dabas pena.

        Él se quedó allí parado, casi sin respirar, con la cabeza a punto de estallar mientras Marta salía del ascensor.  Se cerraron las puertas y pulsó el botón de bajada. 

         Fermín no volvió jamás a la oficina. No soportaba enfrentarse a Marta y a sus compañeros.  Le dijo a su madre que necesitaba cambiar de aires y se mudó a otra ciudad, lejos. Allí se preparó para cambiar de vida en todos los sentidos. Creía haber recuperado la paz interior. Hoy era su primer día en el nuevo  trabajo y estaba  nervioso.  Oyó ruido al otro lado de la puerta, supuso que llegaba su cliente. Ajustó un auricular del reproductor a su oreja derecha y conectó el aparato. Empezó a oír los primeros acordes de un aria de Puccini:

       “Nessun dorma!

         Nessun dorma!

        Tu pure, o principesa

        nella tua fredda stanza. *

   Sonrió para sí. Realmente la habitación estaba fría, el trabajo que debía desempeñar y el “material” a tratar así lo requerían.  La pieza no podía ser más adecuada.   Dejaron delante de él la camilla con el difunto al que tenía que preparar. Su nueva ocupación era la tanatopraxia. Un trabajo que no implicaba tener que hablar con mucha gente, justo lo que necesitaba. Levantó la sábana  y por un momento pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada. Aquello no podía estar pasando. Allí yacía Marta, la mujer de la que había huido y por la que lo había abandonado todo. La que le había prohibido volver a ponerle una mano encima… Cayó desplomado mientras Pavarotti seguía cantando.

        *¡Que nadie duerma!

          ¡Que nadie duerma!

          Ni tú, princesa

          En tu fría habitación.

                                     FIN

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